Por Guillermo Tovar Vázquez
Tercer lugar en el Concurso de Cuento del Festival del Día de Muertos Autlán 2019
Luego de mi
muerte yo no conocí el reposo. No bien había exhalado el que creí que sería mi
último suspiro cuando todo en mi casa, que es la casa de usted, comenzó a revolverse.
Mi pobre mujer, Concepción, comenzó en ese momento un hilo de transportes de
dolor capaces de conmover al mismo Antonio Rojas. Mientras tanto mi hermano
Atanasio se echaba a cuestas el trabajo de organizar el velorio. Esa noche
desfilaron por el que fue mi domicilio muchas gentes, desde los parientes más
allegados hasta los antiguos amigos, enemigos y conocidos a los que tenía años
sin ver, todos ellos deseosos de ahogar en café con alcohol el dolor que les
causó mi ausencia. Y algunos no solo desfilaron sino que se quedaron mucho más
rato del que yo hubiera querido.
Al día siguiente
muy temprano, luego de oír la consabida misa de cuerpo presente en la parroquia,
me llevaron al panteón de la Alameda, donde mis restos descansan desde
entonces. Y digo que ellos descansan porque yo no he podido hacerlo. Mientras
mis carnes se conservaron apetecibles, por lo menos para los gusanos, yo conocí
días de mucha agitación: Concha no dejaba de llorarme y recordarme,
especialmente por las noches, que era cuando más le hacía falta mi compañía. Llegó
a darse el caso de que me hablara, como si estuviera yo acostado todavía junto
a ella. Mis dos hijos, Francisca y Telémaco, a los que dejé muy chicos, lloraban
mucho, a imitación de lo que veían hacer a su madre. Por unos días anduvieron
como azorados, al modo de los pollitos cuando sienten la cercanía del gavilán. Concepción
tuvo en esa época la costumbre de llevarme una flor todos los días, más por tener
un pretexto para acercarse al sitio donde quedó mi cuerpo que porque creyera
que me gustaría recibirla.
Para cuando mis
huesos ya estuvieron completamente limpios, aunque gozando todavía de buena
salud, mi presencia en la vida de quienes me conocieron había venido mucho a
menos. Mis hijos ya no recordaban mi rostro, mucho menos alguna palabra o
alguna caricia mía. Tan poca había sido la huella que dejé en ellos. Concha
encontró con quién hablar por las noches y sus visitas, ahora secretas, a mi
cripta se fueron espaciando cada vez más, hasta que ocurrió la última, fugaz y
como por compromiso. La multitud que asistió a mi velorio se había olvidado de
mí desde que bebió el último buche del atole y tragó el último bocado de los
tamales que le ofrecieron al término del novenario.
De lo que fui ya
no queda sino el polvo en que me había de convertir, según me prometieron en el
templo. Y es lo que más ha perdurado. Mi voz, mis ideas políticas, mi afición
por los toros y por las comidas condimentadas, mi forma de hacerle el amor a mi
mujer y el cariño que les tuve a mis hijos se han ido desvaneciendo conforme
han ido desapareciendo de su recuerdo. Cuando todo esto termine de extinguirse
nada quedará que me detenga.
Entonces sí conoceré
el reposo.
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