Publicado originalmente en Letra Fría.
Históricamente los mercados
públicos, aparte de su función primordial como sede de la mayoría de las
transacciones comerciales que se realizan en una población, han servido como
centros de creación e intercambio cultural, indispensables para preservar la
identidad pública.
Esta función secundaria es
lo que ha permitido que los mercados tradicionales (tianguis, tiendas de
abarrotes o mercados públicos como tal) no hayan podido ser desplazados nunca
por los supermercados de corte estadounidense: aunque éstos últimos sean muy
exitosos en la parte comercial (publicidad, diseño de espacios, productos
suntuarios), su aspecto y sistema impersonal, eficientista, (pretendidamente)
ultrahigiénico y donde se privilegia la rapidez en el intercambio de las
mercancías por el dinero del cliente, no queda muy bien parado en el gusto del
cliente contra la calidez y la socialización que se puede lograr en los
mercados tradicionales.
Estos mercados son, además,
un reservorio natural de la cultura de cualquier pueblo. En ellos y sus
relaciones personales se preservan formas de hablar y de comportarse (de ser)
de la gente que los usa, formas que no son otra cosa que la cultura del lugar.
Es en ellos donde, según la etnohistoriadora Amalia Attolini, “se puede conocer
cómo es una población”.
Quizás si nuestros comerciantes locales tuvieran plena
conciencia de esta ventaja la explotarían para competir contra los
supermercados que comienzan a instalarse en Autlán, en lugar de tratar de
hacerlo con las mismas armas que ellos manejan tan bien.
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