Pintura mural en la escuela Francisca García Mancilla. |
Por Enrique Herrera González
Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida.
Pitágoras.
1950.- Son las 8.30 a.m. y mi madre me lleva al fin a la escuela, ese lugar mágico del que he escuchado tantas cosas, que me muero por llegar para iniciar mi primer año de primaria en el Centro Escolar Chapultepec, de Autlán, Jalisco, que tiene como horario de 9.00 a 12.00 y de 15.00 a 17.00 horas, y ahora ya voy a saber qué es lo que hace mi hermana en ese tiempo que nos separamos mientras ella va a la escuela y yo me quedo en casa. Pues no, no es lo que yo esperaba pero, tarde ya, me doy cuenta que estaba más a gusto en mi casa, con mis juegos, mis fantasías, que en este claustro del que parece no voy a salir pronto. Sin embargo con los días empiezo a encontrarle gusto con mis amigos que me acompañan y con los que juego intensamente en los recreos. De mis vagos recuerdos escolares están algunos maestros que sin duda iniciaron a moldear mi amorfa sustancia en eso que ahora soy, y de ellos solo vienen a mi memoria los que excavaron en mi alma y pulieron mi entendimiento. También ahora entiendo que no es lo mismo profesor (el que profesa una actividad acreditada por un documento, que la realiza mecánicamente, de manera repetitiva y en ocasiones sin entender siquiera el significado de sus enunciados, como lo son los profesores de matemáticas de hoy en día) y maestro (el que tiene sabiduría suprema natural, propia de su experiencia).
Y, claro, también tuve profesores, que me machacaron el cerebro con conocimientos que, seguro estoy, algunos ni siquiera ellos razonaban. Mi maestra de primer año de primaria, Andrea Velázquez, cuando yo tenía cinco años, era un personaje gritón e intimidatorio, por su vozarrón y cara de pocos amigos, medía 2 metros de diámetro, por 1.55 metros de altura, pero emanaba una dulzura que ya la quisiera aunque sea de mentiras, cualquier candidato en campaña, para atraerse votantes. De ella aprendí, junto con las vocales y el abecedario, algunos principios del sentido de la vida por las historias que en analogía nos narraba para fijarnos con imágenes alguna letra o palabra. Nos ilustraba con dibujos elaborados por ella misma, por ejemplo el valor de dar, contra el tratar de arrebatar algo al prójimo con la fábula del viento y el sol que apuestan a despojar de su cobija a un beduino en el desierto, donde gana el sol generoso, pues el viento con toda su fuerza lo único que logró fue que el personaje se aferrara más a su prenda, y los rayos solares emanados pródigamente en demasía pudo con el objetivo.
Luego tengo presente a María Mares, una maestra vieja, chimuela, desgarbada, con una sabiduría que ya la quisieran algunos de mis maestros de filosofía de la Universidad de Colima, pues ella impartía matemáticas con una genialidad y despreocupación propias del que sabe desde su corazón lo que el intelecto con su lógica es incapaz de generar.
Vino la secundaria, que era “instruida” con profesores que enviaba la SEP y de ellos retuve algunos muy vagos conocimientos a base de repetición y machaqueo de materias que en voz de ellos se tornaban frías y mecánicas. Por fortuna todo cambió en preparatoria, pues ahí, encontré de nuevo maestros enormes. Me pongo de pie al mencionar al ingeniero Javier Fierros Cisneros, todo un personaje lleno de sabiduría, que nos impartió matemáticas con maestría de genio. También el dr. Juan Winter, el dr. Carlos Lagos, y la maestra Carlota Corona. Todos ellos pulieron mis asperezas mentales e iniciaron en la búsqueda de lo que la vida es. Ya en profesional, están los maestros lic., Filiberto Terrazas, en filosofía, Sergio Maese en química orgánica e inorgánica, Hugo Almada, Francisco Montijo, Francisco Miranda en Estadísticas, y enseguida los doctores Antonio Sánchez, José Jaime Abraham, Francisco Guzmán Castrejón, Carmen Ugartechea, Bruce Copen. Aprendí cosas de la vida de maestros fuera de cátedra, que topé con ellos por alguna razón de mi evolución y a lo mejor sin darse cuenta éstos, me enseñaron aquello que para mí era necesario. Maestros como, desde luego, mi esposa Mary, sacerdotes Héctor Michel, Javier Ávalos, Roberto Urzúa, Jaime Fuentes, ing. Antonio Chaurand, Gerardo Levet, Peter Colosimo, Erich von Daniken, José Luis Torres Barrientos, Higinio Regla, mi hermana querida, mi prima Lidia, dr. José Juárez, y muy particularmente doña María Ahumada de Gómez y su esposo Don Enrique Gómez. Y es que dice la sabiduría popular que esos maestros aparecen en la vida del ser cuando éste está preparado para descubrir cierto grado de sabiduría que de natural radica en cada uno de nosotros. Y ahora entiendo que de esos maestros aprendemos a definir la ruta de nuestro destino, adquiriendo luz de su iluminación, para a su vez constituirnos en iluminadores de otros que así les corresponda.
Tiempo dista de aquel primer día de clases, pero al voltear y mirar el recorrido veo que sigo en el mismo lugar, pero con otra conciencia, siento la vida tan breve como si el olor de café que mi papá preparaba a las 6,00 a.m. de todos los días que servía de estimulante despertador, y que me anunciaba que pronto tendría que estar de pie para partir a la escuela que me quedaba como a 16 cuadras de mi casa y que a diario recorría a pie cuatro veces al día, estuviera aun presente en las mañanas cuando despierto ahora mismo. Creo que soy todo un afortunado al haber tenido el privilegio de encontrarme con mi familia y con estos maestros.
Lugar especial ocupan en mi vida esos maestros que desde su intuición y sabia pluma me mostraron el camino del ensueño, de la fantasía, del heroísmo y dramatismo, de la filosofía, y tantos temas, que sin ningún compromisito acudo a ellos cuantas veces me plazca y a cualquier hora, para refrescarme la memoria de lo que su sabiduría es. Esos maestros son mis libros, que por fortuna me topé con ellos de manera circunstancial, justamente cuando todo era desorden mental para mí o sea en mi época de estudiante de secundaria, y ahí apareció como héroe de película primero don Virgil Gheorghiu, “La hora 25”, luego Sully Prudhonme “La Felicidad”, Thomas Mann “La montaña mágica”, Hermann Hesse “El lobo estepario”, Maxwell Maltz, Albert Camus, John Steinbeck, Jean-Paul Sartre, Savater, Paulo Coelho, Deepak Choppra, Viktor Frankl, Cervantes, Platón. Sócrates, Octavio Paz, Agustín Yáñez, Juan Rulfo, Wayne W. Dyer, Armando Fuentes, Germán Dehesa, Noah Gordon, Milan Kundera, Ken Follet, Borges, Orhan Pamuk, Camilo J. Cela, Vargas Llosa, García Márquez, A. J. Cronin, Grace Metalious, Taylor Cadwell, Jorge Zepeda P, Mitch Albon, Joe Dispenza, Saint Exupéry, Lewis Carroll y una lista enorme de autores que tengo en mi biblioteca que enumerarla sería cansado, pero que sé de su fidelidad y presencia permanente, que acuden en mi ayuda muchas veces sin imaginarme, o sea cuando alguna interrogante existencial me sucede, de pronto, ahí está la respuesta.
Con todo el agradecimiento a esos y otros maestros con los que la vida me ha acercado, brindo por su existencia, por su presencia espiritual y por el honor de haber sido su discípulo, en ocasiones sin siquiera ellos saber que estaban moldeando mi alma. Feliz día del maestro.
Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros.
Pedro 2.1
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