lunes, 11 de julio de 2016

Abarrotes

La antigua tienda de abarrotes El Puerto de Mazatlán.


Por Enrique Herrera González


Con gran reconocimiento y agradecimiento a las laboriosas y bellas familias que trabajan en tiendas y tendejones, amén de los abarroteros de barrio, que persisten en su labor.

De mis recuerdos más intensos en la época de la infancia está el de la tienda de la esquina que en general llamábamos abarrotes y, como era el caso de la zona donde yo vivía, las cuatro esquinas que convergían en cada extremo de la calle estaban constituidas por la misma cantidad de “abarrotes”, que tenían el nombre del propietario o su apodo. Muchos barrios tenían la referencia del abarrote dominante, como el de La Ondina, El Churio, La Gloria, El Puerto de las Peñas, La Sin Rival, Los Arquitos, Las Montañas, La Aurora, El Faro, El Santo y sígale...
Y de niño era para mí un recorrido continuo al abarrote, pues sin importar que tan ocupado estuviera yo con mis juegos o fantasías mentales, mi santa madre sin ninguna consideración me interrumpía para enviarme a comprar azúcar, sal, chorizo , con “El Santo” o con “Las Vázquez”, con Bertha o con Lola, teniendo cada una cualidades que les distinguía siempre, pues el frijol era mejor con Bertha, el queso con El Santo, el pan con Las Vázquez y la competencia se daba en términos de preferencias en cuestión de amistades y de trato.
Había en todo abarrote cajas de madera como de un metro cúbico llenas de maíz, de arroz, de frijol con otras cajas más pequeñas que servían de “medidas” y eran de cinco litros, de uno, de medio y, detrás del mostrador acomodados en vitrinas, frascos y cajas de artículos variados, amén de jarras con leche, mermelada, jaleas y dulces caseros. El Santo, por su parte, era el anfitrión de todos los días a las 11 de la mañana de los contertulios regulares, pues a esa hora comenzaban a llegar sus clientes regulares para convivir en un ambiente pueblero de lo más jocoso, y era entonces cuando de atrás del mostrador sacaba enormes botellas llenas de mezcal que servía en vasos lecheros con botanas que iban desde carnitas, chicharrones, queso, cacahuates, pico de gallo hasta un puñado de sal sobre un pedazo de papel de “envoltura”.
Muchas veces mi madre me remitía a la hora de la comida a buscar a mi papá, que sin duda estaba con sus amigotes con bebiendo con “El Santo” y yo me rehusaba pues sabía que al llegar ahí sería objeto de ironías y de chistes de todos los afortunados señores que disfrutaban de “su sana alegría”, que luego ya entrado en refrescos que me regalaban, de plano me quedaba a escuchar los albures de tanta gente “alegre”, olvidando el motivo de mi llegada y, para cuando regresábamos a casa mi madre hecha una furia nos ponía de la basura a ambos, aunque lo abarrotado a mí nadie me lo quitaba. Pero esta añoranza me alegra el alma, amén que me entristece al ver que se va perdiendo la idea del abarrote con la vorágine moderna que ahora sucede, porque además del folklor que representan tales abarrotes, en sus olores y sabores, era el lugar del chismorreo que sustituía a nuestros periódicos actuales matutinos, pues ahí se enteraba uno de que la vecina de enfrente estaba un poquito embarazadita, y que la tía de Susanita se había pelado con el peluquero de la Ondina, que el Chilanga iba a tener otra fiesta sabrosa como las que convocaba cada jueves y domingo en su casa con música de violines y chelo. Tantas cosas sabrosas que hoy en día parece imposible rescatar de las garras de esos tendejones modernos que nos han invadido llamados supermercados o simplemente súper, que se caracterizan por su frialdad y ausencia de calor humano.
El ir al abarrote de compras era un recorrido de todo el día, pues por las mañanas se acudía por la leche recién ordeñada, el pan calientito y la calabaza, plátano y camote enmielados, sin faltar desde luego los tamales y el jocoque, a media mañana era la verdura, el arroz, el frijol y a medio día las tortillas con el queso. Para la merienda nuevamente la leche de la tarde y el pan también recién horneado. Sin embargo, lo más novedoso era que el tendero o tendera eran además consejeros, prestamistas, alcahuetes y financieros, pues en ellos se encontraba las más de las veces la solución a conflictos de todo tipo desde personales hasta económicos.
Son los abarrotes de antaño ese folklor de los pueblos que se ha ido perdiendo en el tiempo y que ahora añoramos, porque constituye sin duda una etapa simple e inocente de la vida de una generación como la mía que se resiste a aceptar la fría dinámica de urgencia y superficialidad con que fluye la existencia ahora mismo, en un mundo de cambio urgente donde no hay tiempo ya para vivir, sino solo para producir dinero y así comprar y comprar, tanto bien que se oferta dizque para hacer la vida mejor y ligera, cuando es todo lo contrario. Ya no hay tiempo para platicar con holgura en el abarrote, ni para sentarse sobre un saco de frijol a tomar una cerveza o una copa de mezcal con la charla alegre y picosa de los amigos. Ahora todo es rápido y furioso pues urge tener el ultimo plasma, equipo de computo, teléfono celular, etc. “pa´ comunicarnos mejor”.
Y de la comida ¿que tal? Ahora basta escoger de la oferta enorme de productos congelados y llenos de conservadores para luego descongelarlos en “el micro” y comerlos rápidamente para no perder tiempo. Y ahí vamos, ganando pero perdiendo enormemente. Platica Lupe Pérez Serrano (con “S”), que allá en su rancho había un tendero de abarrotes conocido como don Procopio, al que acudían todos los días todos los vecinos del barrio a comprarle sus productos y al llegar le decían: “don Procopio, me da un kilo de longaniza y el hombre sacaba de abajo del mostrador un galón de mezcal que servía generosamente en un vaso; "don Procopio, le dije longaniza", el hombre mirando el vaso expresaba: “por pendejo, me lo chingo”, enseguida llegaba una señora pidiéndole unos fósforos y nuevamente sacaba su mezcal que igualmente se servía con alegría, que, cuando la señora le señalaba su error, confirmaba de nuevo: “por pendejo, me lo chingo” y así pasaba el día haciendo pendejadas, para cuando cerraba el negocio iba ya en perfecto estado burro el buen hombre.
Y aún persiste el abarrote y se resiste a morir ante los embates furiosos de una comercialización agresiva, sin embargo mientras perduremos seres de esa añorada generación y sepamos trasmitirlo a los que nos siguen sin duda que subsistirán hasta siempre, pues el encanto de su existencia parece darle algún sentido a la vida como oasis de paz en ese agresivo y enorme desierto constituido de ofertas con cosas absurdas en lugar de arena con que los comerciantes masivos quieren someternos.
Bendito abarrote de mi tiempo que hoy vive aún, representas en mi ser no simple añoranza, sino toda una enseñanza de lo que el hombre es, sin pretensiones ni arrogancias, del valor supremo que representa lo simple y lo sencillo ante lo ostentoso y aparente de un mundo moderno que nos quiere empujar a la carrera sin sentido del apego y la posesión, a cambio de la felicidad y la paz.

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