Una de las famosas piletas del arroyo La Caja. |
Por Enrique Herrera González
El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia.
Milan Kundera
En mi niñez disfruté la aventura loca del arroyo La Caja, que era en época de lluvias una vertiente de aguas pluviales y, aunque seco durante el resto del año, después de una o varias tormentas corría agua en su lecho que, por tener pendiente suave, permitía el transitar acuífero lento, formándose “piletas” amuralladas de grandes rocas con pequeñas cascadas donde se podía nadar y hasta lanzar clavados en algunas de ellas. Generalmente muchas mujeres de condición social humilde y hasta media, acudían cuando se precipitaba la corriente acuífera a lavar su ropa, escogiendo rocas que servían de lavadero y lo más cercano posible al camino de regreso, utilizando tendederos con cuerdas entre los árboles que ofrecían un paisaje multicolor y con sus cantos, silbidos y el murmullo del agua circulando formaban una sinfonía de naturaleza viva llena de alegría que arrullaba el corazón como preámbulo de lo que seguía en el paseo a quienes íbamos a tal lugar.
Los campistas por su parte, procuraban llegar lo más temprano posible para apropiarse de las mejores y más grandes piletas, que estaban ubicadas en lo alto de la montaña, a las que se ascendía por veredas llenas de plantas con aroma a lluvia y vida alegre, donde se deleitaba con el ruido del agua corriendo entre las rocas, acudiendo prana en abundancia y el día de campo se hacía espléndido. Grupos de familias, muchachos y muchachas luciendo sus atuendos de baño o simplemente en ropa interior formaban parte muy importante del paisaje. Y el ascender buscando el lugar disponible permitía disfrutar el corredor de paseantes que se instalaban en el lugar del que previamente habían tomado posesión por ese día y de esa forma el camino en sí constituía ya parte del itinerario, divisando que en cada una había variedad de utensilios para asar carne, calentar tacos o simplemente hacer tortas con pan, frijoles, sardinas, salsas y quesos, sin faltar refrescos, cervezas o licores.
La Caja, al igual que el Coajinque, son dos arroyos por donde desaguan corrientes de lluvia, de la sierra de Cacoma, Manantlan y el cerro Huizilacate, el primero (Coajinque) a escasa distancia de Autlán y la Caja como a seis kilómetros de brecha llena de pozancos bordeada de árboles enormes de capulines, guamúchiles y arbustos tales como mezquites y otras especies. El primero también tenía demanda entre la población, sobre todo para lavar ropa y bañarse, pero su corriente era más dinámica y violenta después de una tormenta, que llegaba incluso a inundar un vado en la carretera interrumpiendo el tráfico hasta su desfogue, pues carecía de las piletas como obstáculo en su recorrido cuesta abajo y la pendiente pronunciada comprometía su senda, muy diferente al atractivo de la Caja.
Recuerdo que muchas veces fui con mis padres, hermana y otros parientes y amigos a esos días de campo maravillosos donde en las viandas que mi madre siempre llevaba, nunca faltaban las sopas para calentar en fogones de leña improvisados, carnes en mole y los infaltables taquitos de frijoles guisados con exuberante manteca, solos o con chorizo, amén de botanas en abundancia en que los quesos y panelas batían récords en demanda. Nunca faltaba el postre de arroz en leche o mangos y ciruelas en almíbar, o tamales colados si era época de cosecha del maíz. Sin embargo, las más de las veces paseé solo con amigos, a pie, en bicicleta o en algún vehículo y según fui creciendo los componentes del bastimento fueron evolucionando junto con mi edad, pues ya en las últimas ocasiones nuestro menú consistía principalmente de cerveza, tequila, mango verde con pepino y naranja con mucho chile rojo, limón y sal, cacahuates, aguacates con cebolla, jitomate y queso para hacer un guacamole que consumíamos con galletas saladas y se acabó.
Cuando nos íbamos acercando a la Caja el aroma fuerte del verdor de las plantas en desarrollo por el temporal de lluvias, al igual que del jabón que las mujeres utilizaban para el lavado de ropa e incluso para bañarse producían una amalgama de emociones que hacía que apresuráramos el paso, pues estábamos ya a unos pasos del Olimpo.
Desconozco si actualmente tengan la misma demanda de afluencia de paseantes esos lugares, pero a mí y muchos contemporáneos nos llenó de emoción y alegría la etapa de niño a joven, hasta que la vida y el destino me llevaron a otros rumbos distantes de esos espacios de regocijo temporal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario