Confiesa Antonio Alatorre que su santo patrono es Luis González y González. De él nos dice que su microhistoria de San José de Gracia, Pueblo en vilo, estuvo a punto de llamarse, mucho más atractivamente, “Historia universal de San José de Gracia”.
Como muestra de esta devoción de Alatorre, se esfuerza con toda su habilidad de gran filólogo y rescata para nosotros un personaje singular y nos lo entrega en un libro (El brujo de Autlán, Aldus, 2001) el cual es, en efecto, un pedacito de microhistoria, esa disciplina que tanto gusto despierta en muchos nostálgicos. La microhistoria no es historia crítica o monumental. Su cometido es mucho más humilde y sencillo. Como afirma Luis González y González “es la versión popular de la historia, obra de aficionados de tiempo parcial. La mueve una intención piadosa: salvar del olvido aquella parte del pasado propio que ya está fuera de ejercicio. Busca mantener al árbol ligado a sus raíces. Es la historia que nos cuenta el pasado de nuestra propia existencia, nuestra familia, nuestro terruño, de la pequeña comunidad”. A la mies microhistórica acuden operarios de muy desigual condición. Unos son eruditos como Alatorre, otros abogados, sacerdotes, médicos, poetas, políticos e incluso personas que apenas saben leer y escribir. Y sin embargo es posible rastrear en ellos algunos rasgos comunes: quizá el más notorio sea el ego emocional, la actitud romántica. Aunque la microhistoria sea un saber humilde y sencillo —de lo cotidiano y familiar— no por eso carece de rigor científico. Todo microhistoriador busca afanosamente los datos reales en archivos tras una paciente investigación, porque lo que pretende es reconstruir lo más exacta posible la verdad. Las fuentes más frecuentadas por el microhistoriador son los archivos parroquiales, los libros de notarios, los vestigios arqueológicos, los cementerios, las crónicas de viaje, los censos, los informes de munícipes y gobernadores, estatutos, reglamentos, leyes, periódicos y tradición oral.
Es curioso leer lo que hizo y dijo el brujo llamado Marcos Monroy. Es una historia (microhistoria) escrita con todo el entrañable afecto que su autor puede sentir por su terruño Autlán, situado en el occidente del estado de Jalisco, a 200 kilómetros de Guadalajara, dos tercios de la carretera que va a Barra de Navidad. Este relato lo reconstruye Alatorre a partir de investigaciones documentales que dan fe del proceso inquisitorial contra el tal brujo Monroy. Cita la colocación de la causa contra Marcos Monroy: Archivo General de la Nación, ramo Inquisición, volumen 711, expediente 7, folios 525 a 588 (pero los folios no son 63, sino 64, porque entre el 542 y el 543 hay uno sin numerar).
La causa contra Marcos Monroy es dividida por Alatorre en cinco etapas y un final. En la primera etapa (1699) se tiene como un tal Francisco Cárdenas, preso en las cárceles secretas de la Inquisición de México “por el delito de casado dos veces”, es llevado el 26 de agosto de 1699 a su segunda audiencia ante el temible tribunal, presidido por el inquisidor Juan Gómez de Mier. En esta segunda audiencia vuelve a referirse al tiempo que pasó en Autlán, y en cierto momento declara: “que, estando allí, oyó decir públicamente que un hombre español natural de dicho pueblo y casado en él, llamado Marcos Monroy, es brujo. Y otro vecino de dicho pueblo, llamado fulano Langarica y su mujer (que no sabe cómo se llama), dijeron a éste que dicho Marcos Monroy en una ocasión había dicho que...”
Lo que Langarica y su mujer le contaron a Cárdenas es que en cierta ocasión Monroy adivinó día y hora de llegada de una flota a Veracruz: era un visionario, que tenía fama en Autlán de fascinador y brujo, que curaba doncellas utilizando métodos poco ortodoxos que requerían la total discreción de la curada-sobada. Además de esto, Cárdenas hace ver en sus declaraciones que no es el único bígamo (no sean tan duros al castigarme) sino que probablemente Juan de Barahona y Gabriel del Prado también lo sean. Además, él no es brujo como Marcos. Todas estas denuncias aparecen como anónimas el 4 de diciembre de 1699, haciendo constar que Marcos supo mágicamente la llegada de la flota a Veracruz,; que no va a misa; y que, con su brujería, ayudó a “dicha cierta persona” a juntarse carnalmente con Ana de Contreras.
En las siguientes cuatro etapas prosiguen los interrogatorios inquisitoriales, involucrándose muchísimas personas como denunciadores y tejiéndose cada vez más la culpabilidad de Marcos Monroy, el brujo de Autlán. Es notorio cómo, después de todo, la inquisición en la Nueva España no fue tan cruel. Incluso era benévola con los indígenas y negros, pues a estos no se les perseguía por herejía.
El uso de la tortura era común —aun más que en la actualidad—: muchas veces sólo consistía en mostrar al reo la sala de tormento, los verdugos y los instrumentos de tortura. Con sólo mostrarlos se conseguían rápidas confesiones y delaciones. Desde este punto de vista, la crueldad inquisitorial era bastante relativa, pues las policías modernas suelen ser más crueles, pues aún obtenidas las confesiones se procede a denigrar y maltratar a los reos, con tal de inventar más declaraciones.
Además, los protestantes y los revolucionarios que han combatido a la Inquisición española, olvidan que fueron mucho más crueles que ella las establecidas por ellos; y los ejemplos de Rusia y de México prueban que cuando no existe la Inquisición en la Iglesia, continúa existiendo agravada, en los estados totalitarios. Para concluir, quisiera anotar que El brujo de Autlán de Antonio Alatorre, reviste especial interés histórico no tanto por el peso específico del personaje principal, sino por su carácter de narración microhistórica: es no sólo la aproximación novelesca al alma de un pueblo y sus habitantes (su vivir cotidiano), sino una historia erudita y sutil del español que se hablaba en aquellos tiempos, que son los de Sor Juana Inés de la Cruz.
Autor: Ramón I. Martínez
Tomado de http://ludibria2000.blogspot.com
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