viernes, 6 de marzo de 2020

La rastreadora




Por: Carlos Efrén Rangel

Ilustración: Diego Cárdenas
Con los dientes sujetó el pedacito de piel que sobresalía pegado a la uña y lo arrancó de un jalón. Un hilo de sangre escurrió por el dedo y al mismo tiempo un relámpago corrió de la mano al estómago y luego a la espalda. Saboreó el líquido amargo en la lengua y vio otro pedazo de piel en otro dedo. Otro jalón. Otro hilo de sangre. Otro relámpago de dolor. 
El sillón en el que Cristina se retorcía se hizo duro con las horas. El taco de frijoles que su hermana puso sobre la mesa en el almuerzo seguía intacto, frío y olía a rancio. Junto al plato estaba otro objeto que llamó su atención y lo abrazó, era un portarretrato con la foto de su hija. El gusto acre de la sangre se tornó salado cuando la lágrima apareció. Notó que las extremidades se movían sin su consentimiento y la cara de la niña por poco y se rompe en el suelo. Las piernas flaquearon y en el mismo sitio donde llevaba dos días despierta se desplomó. Ese sillón gris lo compró diez años antes para ponerlo junto al teléfono. 
Pero el aparato ya no sonaba como hacía horas en que tuvo que repetir la misma explicación una y otra vez a familiares, amigos y chismosos: su hija, Norma, salió de la prepa como todos los lunes y no llegó a comer. No contestaba el celular. No estaba en casa de sus amigas. Nadie había llamado pidiendo rescate. La tierra se la tragó. 
Al principio se enojó. La muchacha seguro fue a ver vestidos en las tiendas. Estaba emocionada por su próxima graduación y por una sesión de fotos que le harían en el baile. Le había platicado de un vestido verde, del que Cristina pensó que el escote era muy grande. Al pensar en el vestido le entró la angustia. Recordó a su Norma hecha una señorita de cintura breve y piernas largas, una señorita con pelo negro cayendo con delicadeza sobre la espalda y encima de un incipiente busto. Entonces se preocupó.
A la hora de la cena comenzó a llamar a conocidos y luego a la policía. En la comandancia municipal la atendió alguien que le explicó el procedimiento, la necesidad de esperar 72 horas, el consejo de buscar en las clínicas: “casi todas se van con el novio, señora, al rato llega. ¿qué su hija no tiene novio? pues todas tienen a esa edad, pero no le dicen a sus madres, por eso estamos como estamos, porque no conocen a sus hijos”. Mejor colgó el teléfono.
Su hermana la acompañó un rato en la noche y la regañó porque de nuevo se arrancó los padrastros de los dedos, como cuando pequeña. Pero no le hizo caso. Prendió la televisión. Se paró al baño y no pudo orinar. Fue a la cocina y bebió agua. Salió a la puerta y se asomó por la calle. Fue al cuarto de Norma y la cama estaba tendida. En ningún lugar estaba su hija. Entonces gritó por primera vez y lloró durante dos horas en la cama de su niña que ya usaba perfume, su chiquilla que ya había decidido ser dentista. Pensó en la nena que no estaba. 
La policía llegó a su casa al tercer día. Pidieron una foto de Norma, y le dijeron de un protocolo: una foto saldría en los periódicos y en internet. Darían su teléfono y quien tuviera información le llamaría. El hombre del uniforme le recomendó ofrecer una recompensa, “para arreglar las cosas”. A él le dio el ahorro para el vestido. 
Cristina aprendió a usar Facebook en el celular de su hermana. “Ayúdenme a encontrar a mi hija, se llama Norma, tiene 17 años, vestía el uniforme de la prepa” rogaba todos los días. Al principio muchos amigos le ayudaron a compartir la información, pero pronto llegó una nueva razón para arrancarse pellejitos: “se ve bien rica, las niñas así no deben salir a la calle” escribió un tipo en la foto recién publicada, otro completó: “pinches viejas, ellas solitas se ponen en el tentadero, les encanta putear”. Primero dejó de respirar y luego lo hizo muy rápido, descompuesta. 
Una avalancha de opiniones acribilló la esperanza. Personas desconocidas cuestionaron los pasos en los que andaba su hija, criticaron el peinado de la foto, sugirieron que una buena madre no la dejaría salir de casa sola, aseguraron que las mujeres se buscan su desgracia, siendo tan coquetas y estando tan bonitas. 
Cristina se secó las lágrimas y salió a la puerta para ver la calle, albergaba la ilusión que de pronto Norma apareciera caminando por ahí o que llegaría correteando y sin aliento, como cuando de niña iba con su vecina de enfrente a comprar galletas y al regreso le acariciaba la frente con la palma de la mano, sentía su calor, y olía el sudor con el aroma de su nena. Al pasar los dedos por su rostro esta vez encontró lágrimas, con el dorso derecho las secó y afirmó segura para sí misma: te voy a encontrar. 
Media hora después estaba en la puerta de la prepa. Encontró a las amigas de Norma y les preguntó sobre el día de la desaparición. Luego fue a la comandancia donde los policías le dijeron que no había nada oficial. Les rogó. Uno de los elementos le dijo que había desaparecido otra muchacha de un pueblo cercano y le dio el nombre de la madre. Fue al rancho.
La otra madre estaba como ella el primer día, con una temblorina que no podía agarrar nada y un resentimiento que salía del pecho y golpeaba a quien se acercaba. La encontró vencida por la rabia: “¿tú también me vas a decir que mi hija era una puta?”. Cristina la abrazó: “vengo a decirte que las vamos a encontrar”. 
Se hicieron compañía en las visitas a la fiscalía y a los hospitales, cada vez hacían más ruido al pasar pero la gente a su alrededor prefería dejar de hablarles. Al paso de las semanas el grupo creció: llegó la hermana de un mesero que sin más no se presentó a trabajar: “los meseros conviven con los mafiosos que van a los bares”. También el papá de un muchacho que ni él ni su moto llegaron a casa: “seguro andaba de halconcillo y a alguien le quedó mal”. La esposa de un mecánico, la hija de un ingeniero, el primo de un pintor, la mamá de otra estudiante. Expusieron su caso en un periódico, se enteraron que el estado era el tercero de México con tantas desapariciones. Nadie se enojó por eso. 
Cristina procuraba animar a los otros familiares pero llegando a su casa volvía a buscar los pellejitos de los dedos, con precisión los apresaba con los dientes, cerraba los ojos y daba el jalón. Ya tenía surcos pegados a las uñas. Mientras se torturaba las manos miraba el retrato de Norma y entre lágrimas le juraba: “te voy a encontrar y te vas a graduar de la prepa, y te vas a poner el vestido verde”. Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos. 
“Vimos unas camionetas en el cerro, por ahí le dicen el Puerto del Cardenal, es lo único que le voy a decir”, Isaías, el policía que le platicó de los otros familiares fue de civil a su casa. 
Al otro día el grupo fue con el presidente municipal, quien se la sacó con que esa era una bronca de la fiscalía, pero les consiguió una cita con el Ministerio Público. El licenciado a cargo les advirtió que ellos no fueran, porque contaminarían la escena del crimen ¿cuándo irían ellos?, en tres o cuatro semanas, quizá más. No sabía.
Cristina y los otros se bajaron de la camioneta armados de cubrebocas, palas y guantes. Los celulares cargados para tomar fotos y bolsas de plástico. Caminaron y sólo tropezaban con los árboles silenciosos y las piedras. Un grito les advirtió que se veía basura en medio del bosque: cocacolas vacías, huesos de un pollo asado, un paquete de condones, tres empaques vacíos de omeprazol y al fondo, tierra removida. 
Corrieron con todas sus fuerzas y algunos familiares empezaron a remover los terrones con sus manos, pues las palas no eran suficientes, metían los dedos a la tierra y no salía nada, sólo sangre de los pulgares ansiosos, algunos comenzaron a desesperarse y dejar de cavar. Cristina no lo hizo, las palmas sudaron bajo los guantes y dio un golpe más con la pala, en la muñeca izquierda sintió que el filo había quebrado algo. 
Seis horas después estaban exhaustos, desenterraron tres cadáveres descompuestos que por la ropa parecían hombres, pero ninguno reconoció la de sus familiares. El Ministerio Público llegó en una camioneta y les advirtió que seguro habían contaminado la escena del crimen, “consecuencias legales” alcanzó a decir antes de que le hicieran ver su ineptitud, pues los familiares en seis horas habían encontrado más que todas las autoridades en un año. 
Cristina regresó a su casa y se tumbó en el sillón. Isaías llamó a la puerta: “lo que ustedes encontraron está del otro lado de donde le dije, hay otro lugar cerca. Siga la brecha, no el camino de herradura” y se fue. 
Al día siguiente volvió con un grupo más reducido. De nuevo la misma escena: cocacolas vacías, condones, comida y omeprazol. Unos metros allá en el monte la tierra removida. Esta vez se acercó paso a paso. El corazón le golpeaba el pecho aunque sin prisa. Tomó aire y clavó la pala en la tierra. 
Al obscurecer de ese día recuperaron dos cadáveres. También de hombre. Se quitó los guantes y vio que tenía un pellejito pegado a la uña, a punto de morderlo sintió sus callos recién adquiridos por el trabajo con la pala y al acariciarlos una idea golpeó su corazón. Para encontrar a Norma tenía que estar completa y si su hija no estaba en esa tumba, quizá la encontraría con vida.

1 comentario:

Unknown dijo...

Me parece impactante, pero tristemente esa es la realidad de hoy en día, el gobierno con sus palabras dan esperanzas y no hace nada al respecto.
Muy buen trabajo Prof. Efren