La tarde del domingo 4 de febrero de 1940 estaba nublada; en momentos parecía que vendría la lluvia, pero la expectación por la corrida era grande y la gente, entusiasta y con sus trajes domingueros, empezó a llegar a la plaza de toros desde las tres de la tarde.
A las 3:30 los palcos y gradas de sol ya estaban totalmente llenos y la sombra a medias, pero en las puertas había aglomeraciones y a las cuatro de la tarde el lleno era total, multicolor e impresionante.
Las vigas que formaban el redondel habían sido cubiertas con petates para que los toros no se distrajesen con el movimiento de la gente, que ahora se mostraba nerviosa, como cuando se espera algo grande o extraordinario. Hasta don Luis Michel y don Felipe Santana, siempre tan gritones y ocurrentes estaban ahora callados.
Y la verdad era algo extraordinario, increíble, la presencia en Autlán de dos auténticos ases del toreo: Alberto Balderas y Jesús Solórzano.
Éste, el mismo que años antes habíamos visto en la película "Ora Ponciano" que pasó por la pantalla del Cine Mutualista. ¡Sí! ¡Es el mismo, es Chucho Solórzano! Decían con alegría las muchachas, entusiasmadas desde que vieron el primer anuncio de la corrida y que ahora llegaban a la plaza con grandes ramos de rosas y claveles rojos.
¡Es Alberto Balderas, el que ganó la Oreja de Oro en 1934 y otros diversos trofeos!
Decían los aficionados que leían la prensa, oían la radio y alguna vez habían visto toros en Guadalajara, o quizá en México y recordaban aún a los matadores que en los años veinte habían venido a Autlán: Guillermo Danglada, José González "Carnicerito de México" y Luciano Contreras.
Ahora, impacientes, veían sus relojes y constataron que a las 4:15 llegaron los mozos de estoques con los zarzos de banderillas y los bártulos o avíos para torear y poco después los asoleados empezaron a moverse y atropellarse para poder asomarse al patio de la plaza. ¡Los matadores y sus cuadrillas habían llegado!
A las 4:30 en punto sonaron dos trompetas en lo alto, desde el palco de la Banda de Música. Se abrió el portón y los autlenses vimos con nuestros ojos de provincianos maravillados, personalmente a Alberto Balderas "El Torero de México" y a Chucho Solórzano "El Rey del Temple", vestidos principescamente (de oro y seda), montera en mano, situarse al frente de sus cuadrillas.
El aplauso general y atronador rompió espontáneamente y apenas se oía la Banda de Música tocando "La Virgen de la Macarena", pasodoble con que partieron plaza.
Don Pedro Uribe, muy activo, dirigía las acciones en los toriles y personalmente clavó en la puerta una cartulina con el nombre y peso del primer toro, haciéndolo también con los cinco restantes de la tarde.
La gente, que antes aplaudía, al oírse de nuevo las trompetas guardó silencio, pero tan absoluto, que podía apreciarse el volar de una mosca y en medio de ese silencio salió el primer burel, veloz como un cohete, bramando en forma diferente a nuestros toros regionales, negro, con cortos y finos puñales, luciendo la divisa azul y rojo de San Isidro Mazatepec, cruza con San Mateo, que fue la ganadería de esa tarde.
El público, en superma expectación continuaba en silencio. Ni los vendedores pregonaban su mercancía, ni siquiera se movían, porque previamente habían sido aleccionados en ese sentido por la empresa, que este año presidió don Manuel C. Valencia.
Los arrastradores corren el toro. Balderas observa y luego sale a su encuentro engarzando hasta tres verónicas que levantaban los primeros aplausos. Otras cuatro verónicas y una artística media y los palcos y graderías se cimbran con los aplausos de la gente y las dianas de la música.
Balderas tuvo mala suerte con sus toros, le correspondieron los más malos, el primero, luego del alegre primer tercio, se apagó con el castigo de las varas y tras de una faena breve fue despachado con una estocada perfecta y fulminante del matador, recibiendo con justicia una oreja, dianas y cerradas ovaciones.
En el tercero, el artista, con total entrega, hubo de aplicar su experiencia y sabiduría para sacarle jugo. En banderillas invitó a Solórzano y nos obsequiaron tres pares formidables, sobre todo Balderas, que clavó un par impresionante en todo lo alto del morrillo. Isauro Gómez, un viejo aficionado, me dijo: "Desde Carnicerito (1925) no había visto otro par como éste".
Por las crónicas de los periódicos sabíamos de dos suertes en las que Balderas destacaba. Una ya nos la había regalado con ese bello par. La otra nos la regalaría en el quinto de la tarde. Fue un valiente y hermoso quite por gaoneras que levantó alaridos a la multitud, para concluir con otra sabia faena que culminó con estocada y puntilla.
Solórzano, con mejores toros y con su capote mágico manejado con las manos bajas, nos hizo disfrutar la quintaesencia del arte con verónicas lentas y majestuosas. Con la muleta dibujó pases de pecho y, por alto, derechazos estupendos y naturales maestros en un solo lugar, con los pies clavados en la arena, haciendo vibrar de entusiasmo a todos los que lo veíamos.
Sus mejores toros y, consecuentemente, sus mejores faenas, fueron el segundo y el sexto, a los que cortó orejas ganando carretadas de aplausos y repetidas dianas de la música y dando dos vueltas al ruedo recibiendo ramos de rosas y claveles.
En cambio, el cuarto fue malo, rehuyendo no solo el castigo de varas, hasta la lidia general, teniendo que matarlo a la media vuelta, la única forma posible.
Arrastraron al corral al sexto de la tarde y toda la gente se puso de pie, mujeres y hombres, viejos y jóvenes y niños, de traje y corbata, como de calzón blanco y ceñidor, para aplaudir y aplaudir, gritando y gritando ¡bravo! ¡bravo!.
Los matadores corresponden dando lentamente una vuelta al ruedo, recibiendo los ramos de rosas y claveles que las mujeres (en ese momento vimos) habían llevado tal cantidad, que ambos requirieron de sus subalternos para gentilmente recogerlos todos.
Los últimos aplausos, los últimos gritos y las últimas dianas de la música los oyeron hasta desaparecer por la puerta de cuadrillas, despidiéndose con las manos en alto y amplias sonrisas, del público autlense, parte del cual salió de la plaza con los ojos húmedos de emoción, las manos rojas y la voz enronquecida.
Autor: Ernesto Medina Lima
Publicado originalmente en el libro "Crónicas de Autlán de la Grana", segunda edición.
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