Tenía por lo menos dos años sin acudir al Seguro Social, si bien las cuotas me eran puntualmente descontadas cada quincena, según aparecía en el talón de mi cheque, pero una afección propia de la madurez me empujó a consultar al médico, y según me fue explicando él las condiciones y situaciones del mal que me aquejaba, yo fui previendo que el asunto se tornaría largo y oneroso, así que por bien de la tranquilidad de mi mujer y de mi economía, decidí asistir a la clínica que me corresponde.
Al llegar me llamó la atención que el lugar estuviera prácticamente vacío, si acaso una docena de pacientes hacía fila frente a la única ventanilla que estaba en servicio. Aunque todos la nombrasen "la clínica 46", en realidad era un hospital bastante grande que prestaba un servicio regional, y por lo mismo la ausencia de empleados en aquellos enormes mostradores, la gran cantidad de escritorios vacíos y los largos pasillos regularmente atestados de gente y ahora solitarios, le daban un rasgo más bien lóbrego a su atmósfera. Los que aguardábamos en la fila nos sentíamos nerviosos de estar allí y deseábamos retirarnos tan pronto como nos fuera posible.
-Es la nueva reforma administrativa- se aventuró a comentar un señor mayor que estaba cuatro lugares adelante de mí, y aquellas fueron las únicas palabras que alguien se atrevió a pronunciar.
Tras una espera demasiado larga para el estado de mis nervios, me atendió una señorita algo obesa y más bien seca de maneras, que portaba su tradicional uniforme blanco y el inevitable chaleco verde.
-Tiene que ir a Federalismo y Ávila Camacho a recoger su expediente- me indicó-, su médico lo atenderá en dos días, ahí le informarán dónde presentarse.
-¿Por qué no me dan el expediente aquí?- le pregunté con timidez.
-Es por el programa de estímulos a la productividad- me respondió. Pero no me dio mayor información, sino que me indicó a señas que me hiciera a un lado y con la misma mano llamó al próximo paciente.
A temprana hora me encontraba la mañana siguiente en el cruce de las avenidas indicadas, pero por más que recorrí las ocho cuadras a partir de las esquinas respectivas, no encontré ningún edificio del Seguro Social, mucho menos un hospital o cuando menos consultorio. Cansado de mi infructuosa búsqueda y porque tampoco había desayunado, me acerqué hasta un carrito de hot dogs estacionado en la esquina y le pregunté al encargado:
-Perdone, joven, ¿no sabe si por aquí hau alguna clínica u oficina del Seguro? Me dieron esta dirección, pero tal vez sea equivocada.
-¿Trae su carnet?- me preguntó a su vez el dependiente.
Me agarró tan fuera de balance que en vez de repetirle mi pregunta, que seguramente no había entendido, me llevé la mano al bolsillo y extraje mi tarjetón ya viejo y arrugado.
-¿Viene de la 46, verdad?- me preguntó mientras lo examinaba con ojo profesional. Luego terminó de servir dos órdenes que había dejado pendientes y entregó mi carnet al muchacho que despachaba los refrescos, al cual mandó a no sé dónde a buscar mi expediente. Mientras volvía, yo me comí dos salchichas sin catsup con doble cebolla y me tomé un trisoda de tamarindo. Junto con el cambio me entregaron mis papeles y el teléfono de mi médico familiar, con quien debía yo comunicarme después de las ocho de la noche para formalizar la cita.
Aquella noche todavía no lograba yo recuperarme del extraño suceso, pero no había alguna duda, esa maltratada carpeta amarilla contenía mi expediente médico del Seguro, incluyendo el último tratamiento de una fiebre intestinal causada por unas tortas ahogadas de dudosa procedencia. Pero la urgencia de que mis dolencias fueran atendidas y la insistencia de mi mujer, me animaron a llamarle al médico al número que, según me enteré entonces, era el de su casa, pues su esposa me avisó que todavía no regresaba de trabajar y tomó mis datos para que él se comunicara, como lo hizo más tarde. Cuando llamó, lo primero que hizo fue disculparse conmigo por la demora, me preguntó mi número de expediente, me pidió que le describiera rápidamente mis males y quedó de pasar a recogerme al día siguiente a la salida de mi oficina para la cita. Tanta deferencia me causó extrañeza, pues ni aun en el servicio médico particular había visto yo semejantes atenciones. Para mi mayor sorpresa, a la tarde siguiente, afuera del edificio de la empresa me esperaba un carro de sitio.
-¿Es usted el expediente 0296735?- me preguntó apurado el chofer. Yo contesté afirmativamente-. Suba.
Pensé que tal vez el doctor había tenido un contratiempo y por eso me había enviado un auto de alquiler, lo que realmente no era necesario, bastaba que me hubiese avisado por teléfono y yo me habría movido por mi cuenta. Iba yo a interrogar al chofer al respecto, cuando él mismo se identificó como mi médico familiar. Entonces sí decidí que no entendía yo lo que estaba sucediendo, pero él parecía estar acostumbrado al estupor de sus pacientes, me preguntó primero mi domicilio y enfilando hacia la Calzada Independencia me solicitó mi expediente, el cual revisó minuciosamente en los siguientes semáforos. De esta manera peculiar me fue haciendo la consulta mientras me llevaba a mi casa. Fuera de lo molesto que resultó el tener que ir mostrando mis síntomas por el espejo retrovisor, me atendió con la misma eficiencia y dedicación con que lo hubiera hecho en el consultorio.
-¿También usted ingresó al programa de productividad?- me atreví a preguntarle cuando ya habíamos entrado en confianza.
-Como todo el mundo- me contrstó-. Sería una tontería no hacerlo. Mientras uno cumpla con la carga diaria de trabajo que le asigna el Seguro, se puede dedicar a su propio negocio o a la actividad productiva que prefiera. La verdad es que ha sido una salida inteligente de los directivos de la institución al problema de tener que incrementar anualmente los salarios, ellos han ahorrado millones para invertirlos en otras áreas estratégicas y la gente está contenta, de hecho se considera el mayor logro laboral en la historia del sindicato. Lo que sí no podemos negar es que los pacientes han resultado un poco afectados -se disculpó-. Pero véame a mí, invertí mis ahorros en este carro y ahora combino la práctica médica con el negocio de la transportación. -Luego aclaró-: Pero no se crea que no nos tienen bien checados, todos los días tenemos que entregar el reporte en el hospital, además hay inspectores disfrazados de pacientes por todos lados, nunca sabe uno cuándo se los va a topar. Eso sí, tres quejas de pacientes en un mes y derechito de regreso a la clínica, adiós negocio propio.
-Lo vamos a mandar con el especialista-me explicó al detenerse frente a mi domicilio-, pero antes debe hacerse unos análisis y tomarse una radiografía.
Me entregó un puñado de formularios y me pidió que firmara la boleta de la cita, luego escribió algo en mi tarjetón y me lo devolvió. No me indignó tanto el que no me hubiese dado un diagnóstico claro acerca de mi enfermedad, lo que en verdad me pudo fue la tarifa que me aplicó por la dejada.
Los análisis me los realizaron en un expendio de productos de limpieza para el hogar, y la radiografía me la hube de sacar en una tintorería del Sector Libertad a donde habían trasladado el aparato de raxos X. Resultó muy incómodo el tener que desvestirse entre las ropas que colgaban enfundadas en bolsas de plástico, soportando la mirada sarcástica de las empleadas, pero en retribución de ello la radióloga me mandó limpiar el traje mientras me sacaba las placas y además me hizo un cincuenta por ciento de descuento.
Lo más molesto fue tener que esperar tres meses para que me dieran la cita con el especialista, quien andaba coordinando la campaña de un candidato a diputado de oposición por Zapopan.
Autor: Alfredo Tomás Ortega Ojeda.
Publicado originalmente en "La inapetencia de Pedro"
1 comentario:
ha, esto no es un cuento... es la pura verdad!!!!
Saludos al Maestro Alfredo!!! siempre un placer leerlo!!!
Y bueno, asi es el seguro que le vamos a hacer.. no se que es peor, si tener que esperar tres horas para que te atiendan diez minutos con cara de mulas o de plano tener que pasar por lo que el protagonista de este cuento de la vida real....
Publicar un comentario