Publicado originalmente en Letra Fría el 23 de septiembre de 2012.
Mi relación personal con los
llamados juegos pirotécnicos nunca ha sido muy tersa. De hecho, mi primer
recuerdo del sonido de la explosión de cohetes tiene que ver con la
interrupción de mi sueño infantil en una noche de invierno, momento desde el
que siempre suelo reaccionar con muestras faciales y verbales de enojo cuando a
menos de diez kilómetros a la redonda alguien festeja alguna fecha especial
quemando su dinero en forma de pólvora. Situación que, cabe decirlo, se repite
muy frecuentemente en Autlán y los demás pueblos de la región.
Como en realidad no son tan caros
(tronar un cuete cuesta menos de diez
pesos), no es raro que las iglesias de toda la región compartan con toda la
comunidad su alegría de festejar el día de su santo patrono produciendo, de
improviso, decenas de explosiones en el cielo que, si no fuera por el siseo del
cuete al subir, que avisa de la
inminente explosión, ya hubieran provocado varias muertes por infarto al
miocardio. Esta costumbre está muy arraigada también en eventos cívicos, como
las Fiestas Patrias, donde a juzgar por el análisis de su programa general, el
mayor gasto en que incurrieron los organizadores este año fue precisamente en
la pirotecnia.
De esta forma, a quienes nos tocó
vivir aquí nos ha tocado interrumpir la duermevela de medianoche por los cuetes del 11 de diciembre, despertar a
deshoras de la madrugada por los cuetes
del novenario de la virgen de Guadalupe, escucharlos a mediodía o por la tarde
gracias a las fiestas de la iglesia del barrio (de cualquier barrio) y esquivar
o defendernos de los toritos y los buscapiés en las Fiestas Patrias. Esto
nos ha ido grabando en el subconsciente una serie de habilidades para
reaccionar ante situaciones así: quedarnos súbitamente callados al escuchar
cómo sube el cuete, ubicarnos
estratégicamente detrás de pilares o árboles durante la kermesse o fingir que no nos afectan las explosiones madrugadoras
mientras intentamos seguir durmiendo. (Jodidos los fuereños: ya se dio el caso
de un estudiante sinaloense recién llegado al CUCSur que, al escuchar una de
nuestras tradicionales cuetizas,
trató de refugiarse debajo de un escritorio).
Aunque algunos amigos y yo, en
sesudas y objetivas pláticas de sobremesa, hemos buscado insistentemente la
utilidad o los beneficios que le acarrea al festejado, a quien lo festeja o a
los simples espectadores la explosión de cuetes
en su fiesta, no los hemos encontrado. Están, sí, las teorías que defienden el
derecho del cuetero a vivir de su
oficio para no tener que irse al Norte a trabajar en lo que se pueda, las que
dicen que hay que estar orgullosos de una tradición tan bonita y las que, por
tratarse de una costumbre muy arraigada en las iglesias, la aceptan sin
chistar.
Pero nada hemos encontrado que en
realidad justifique los sobresaltos en niños chiquitos y ancianos (hasta
algunos animales domésticos se asustan), la molestia a quienes se encuentran
honradamente trabajando cuando de buenas a primeras se encuentran con una
descarga de artillería de artificio, la contaminación auditiva en general y,
sobre todo, el dispendio que significa andar gastando pólvora en infiernitos.
¿Qué es entonces la pirotecnia? ¿Solamente una ruidosa expresión de contento?
¿Un simple pero inexplicable atavismo? Cualquiera que sea la explicación, es
notorio que la costumbre de tronar cuetes
goza de excelente salud y, por lo menos a corto plazo, tendremos que seguir
conviviendo con ella, por fuerza o de grado.
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