Foto de Guillermo Tovar Montes
Contorneando los empinados faldeos del lado septentrional del Valle con rumbo hacia el oriente y doblando el cerro de La Capilla, sobre cuyos peñascales se recuesta en audaz intento de escalar su roquerío la urbanización arrabalera de la ciudad de Autlán, que más allá se descuelga, en un nuevo rugir de sus cenizas hacia los flamantes fraccionamientos que hoy remozan y enlucen los tradicionales barrios de Los Arquitos, Las Montañas y Los Placeres, se abre el cañadón por donde baja, desde las alturas de la Sierra de Cacoma, el arroyo todavía vivo de El Jalocote. A éste y al miérrimo caserío sobreviviente de la que fue próspera hacienda les prestó su nombre (del náhuatl xalocotl) una corpulenta variedad del aromático enebro, que en otros tiempos señoreó allí la espléndida flora y de la que hoy apenas puede localizarse una muestra, dificilmente accesible pero ya amenazada, en cierto manchón del bosque que viste con sus fragancias la infructuosa rinconada del Cardosanto.
El tal Jalocote es un chocerrío miserable encaramado en los frontales del cerro septentrional de La Nevería, pero oculto a las perspectivas del Valle por las salpicaduras montuosas más avanzadas. Un dispensario médico y una pequeña escuela, ambos recientes, ven fracasada su pretención de conferirle alguna dignidad al caserío por la monstruosa escultura inmediata de la gigantesca cabeza de un prócer nacional que irreverentemente descansa el cuello, sin peaña, en un suelo cubierto de estiércol y ofrece la visión fantasmal de un coloso decapitado. Está al extremo superior de la cañada que constriñen esa elevación y el estribón desprendido de la cadena orográfica vertebral que llaman Cerro de la Capilla. Barranca excavada con la azada erosiva de los siglos por un arroyo que movió los trapiches y también fue río de arenas auríferas en un ayer no muy lejano.
Al fondo de ésta, los bosques de esquistos y pizarras desprendidos de los paredones del cantil le disputan espacio a ubérrimas arboledas que se estiran hasta el gigantismo en busca de la caricia solar más allá de los labios de sus elevados bordes. Y en su fondo refresca el ya sombroso ambiente de tan amable paraje una hoy débil corriente cristalina, empobrecida por la deforestación y por algunos desvíos para riegos en los escalones de la ladera. Ella mantiene y explica la feracidad vegetal de la cañada, que invita con la paz bucólica de su floresta a saborear el solaz de un día de campo como en el más acogedor de los parques nacionales.
Más adelante, al asomarse esa cañada al Valle, cuyos suelos permeables devoran con avidez lo que resta de su caudal líquido, las pequeñas edificaciones rurales del viejo y humilde Ayutita remontan los altozanos de su ribazo con sus contiguos macheros y sus huertas de mangos, cafetos, nanches, nogales y mameyes. Provoca un breve titubeo la impresión de que este magro caserío haya sido en un pretérito remoto el embrión de la ciudad de Autlán, cuyos barrios superiores antes mencionados casi le alcanzan, o bien, que se trate de una extensión perimetral de la misma en procura del frescor del cañadón, animado y enlucido por los murmullos del arroyo y por el lujo y diversidad de su floresta.
Por allí, por el cajón de esa cañada, brincando oteros y vadeando una y otra vez el riachuelo, repta el camino maderero que escala el flanco de la vértebra orográfica de la Sierra Madre Occidental. La cual se asoma desde el norte coronada en los veranos por las nubes y las nieblas que aún acuden hasta ella después de reposar su húmeda panza sobre los picachos, pero huyen sin descargar su preciosa carga líquida considerando inútil ya la fecundación de los matorrales y desolados páramos que dejó la voracidad de la tala. Y por allí mismo, hollando senderos de escarpa, subieron las peregrinaciones que antaño iban a Talpa y bajaron los asnos que desde la cumbre de La Nevería transportaban los bloques de hielo natural para la confección de "nieves" (helados) y "raspados" que refrescarían las calurosas primaveras de los autlenses. No había entonces fábricas de hielo en la población ni rápida comunicación por donde traerlo, y era una singular industria cultivarlo en pozos abiertos a las gélidas madrugadas de la altura de la cúspide de ese cerro, que tomaría de tan original actividad el nombre que lo distingue. Los bloques hialinos así obtenidos se transportaban a lomo de burro, enfundados en costales y protegidos con sal y aserrín para evitar que se derritiesen durante las tres o cuatro horas de camino.
La Nevería
Ayutita tiene una sola calle empedrada, a tramos innecesariamente ancha, sobre el alto ribazo del arroyo y no lejos de donde se abre la depresión natural de Las Mancornadas, propicia para almacenar los caudales excedentes del estío si al arroyo se le interpusiera un corto dique. Ha vivido del ganado que pasta en la montaña, de sus apiarios y de sus casi espontáneas huertas de frutales, así como de unos pobres cultivos de cereal, leguminosas y hortalizas en los breves rellanos y coamiles. Si bien en los últimos días le da aliento en las alturas una nueva mina de oro y plata y vigoriza su economía, sin que ello redunde en beneficio de su destartalado caserío, el cultivo del jitomate para exportación en algunas de las más ricas, inmediatas y fragantes secciones de la planicie del Valle.
Se la tuvo por tierra de avaros y "buchones"; los primeros como los de todos los pequeños pueblos del mundo y aún desmentidos aquí por la abundante concurrencia de disipados en sus estruendosas cantinas y los otros debidos a la tradicional incidencia de esa deformante enfermedad del bocio, que antes fue endémica allí atribuyéndosela a la mala calidad del agua, pero que pese a ésta ha sido erradicada hoy gracias a unas pocas medidas sanitarias.
El nombre Ayutita puede ser un diminutivo castellano de la voz náhuatl Ayutla, que denomina a una de las poblaciones no demasiado lejanas que se alcanzan por ese camino. La palabra "ayotl" tiene la acepción de tortuga. Pero también puede venir del vocablo del mismo origen "ayotlit" relativo a melón y calabaza, o hasta de "ayutia", voz con que se designaba a una depresión colmada de agua, que en este caso podría ser la cercana de Las Mancornadas.
Autor: Ramón Rubín.
Publicado originalmente en el diario El Informador en 1986 y recopilada junto con otros escritos aparecidos en ese periódico en el libro "El valle de Autlán", publicado en 1987 por la Unidad Editorial del gobierno de Jalisco.
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