El toro de once es uno de los elementos más antiguos del Carnaval autlense. Su origen, como el origen mismo del Carnaval, se pierde en el tiempo pero, según algunas versiones, en esta actividad estaría el embrión de nuestra fiesta carnavalera, que habría comenzado cuando los ganaderos de la región traían sus mejores animales a Autlán para lucirlos mediante su monta por los vaqueros de los ranchos de la región o por aficionados espontáneos. El mismo nombre de toro de once tiene muchas versiones sobre su verdadero significado y sobre su origen.
El caso es que a la fecha el toro de once es una de las actividades que gozan de mejor salud en el Carnaval de Autlán, a juzgar por las entradas que registra en los diez días. Esto fue notorio hoy, en el segundo toro de once del Carnaval 2016 que, a pesar de realizarse en uno de los días "tranquilos" (de lunes a jueves) registró un lleno casi total.
Mi afición por el toro de once es más que discreta, rayando en la nulidad. Sin embargo, hoy asistí con mi familia, por razones que no vienen a cuento en este texto. Hacía muchos años que no entraba a uno y el de hoy fue el primero en el que puse un poco de atención en el desarrollo del espectáculo y en el entorno todo.
La actividad del día comenzó temprano: pocos minutos después de las 8:00 hrs. me constituí (siempre quise tener la oportunidad de usar este verbo tan gustado por los notificadores del IMSS) en la taquilla de la plaza Alberto Balderas con el noble fin de adquirir cinco boletos para el toro de hoy (los boletos para el toro de once solo se venden el mismo día del festejo). En la fila ya había un poco más de cien personas que pacientemente esperaban a que abrieran las taquillas, lo que ocurrió hasta las 9:00 hrs. En ese lapso los aficionados, pude notar, comentaban los sucesos del día anterior, el primero de este Carnaval, sus peripecias en el Callejón del Vicio, sus planes para los próximos días, a quién pudieron ver y lo mal que lucía, lo desvelados que se sentían... la mayoría lo hacían con sus vecinos de la fila, aunque había muchos también que, signo de los tiempos, se comunicaban con el mundo mediante sus teléfonos inteligentes. No faltaba quien leía un libro.
Ignorante de mí, no sabía que en la taquilla no venden más de tres boletos a cada persona. Ante mi desazón y la amable intransigencia de la taquillera mi vecino de la fila se ofreció a comprarme un boleto más (la camaradería carnavalesca), por lo que ya solo me hacía falta uno. Para conseguirlo hube de volver a hacer fila, aunque ya con muchísima menos gente, lo que me tomó otros quince minutos. Para mi fortuna e inflamado de un ánimo de amistad y ayuda a mis semejantes que me había dejado el buen detalle del desconocido que me compró el boleto extra, pude pagar ese favor con el otro desconocido que se hallaba delante de mí en la nueva fila, quien necesitaba cuatro boletos. Con un semblante alegre y una sonrisa desconocidos en mí, me ofrecí a comprarle el que le hacía falta.
Ahora solo había que llegar temprano a la plaza para instalarnos cómodamente a presenciar el espectáculo. Serían las 12:20 hrs. cuando ingresamos, rodeados de un ambiente festivo pero con no demasiada gente, lo que auguraba una tarde sin demasiados tumultos. El espacio más codiciado de la plaza (donde pega "la sombrita") ya estaba ocupado y elegimos un espacio en el lado de sol, justo en la fila donde termina el primer tendido. Craso error: arriba de nosotros transitaba la gente que llegaba apenas a la plaza, los que se cambiaban de lugar, los que iban al baño, los vendedores de papas, refrescos, botanas, cervezas, guámaras... con los consiguientes golpes en la zona lumbar propinados con la punta del zapato, los rodillazos en las costillas y los "testeriones" en el ala del sombrero con los bolsos de las señoras. Además había que servir como intermediario entre los vendedores y los compradores que se encontraban en las primeras filas, haciendo llegar el producto y, en sentido contrario, el pago correspondiente. En el peor de los casos, también el cambio respectivo. La camaradería carnavalesca de que hablé arriba.
El inicio del toro de once estaba anunciado para las 13:00 hrs. pero ya pasaban unos pocos minutos de esa hora cuando los locutores dieron la bienvenida al público. La banda ya tocaba desde un buen rato antes: Lamento boliviano, de Los Enanitos Verdes, convivió con No me sé rajar y Mi amor y mi agonía, entre muchas otras. Pero no se crea que esta bienvenida ya era el inicio del toro de once: se citó al centro del ruedo a los integrantes del patronato organizador del Carnaval, los locutores saludaron a los representantes de las agencias y delegaciones municipales que estaban presentes, presentaron uno a uno a los jinetes que actuarían, rezaron la oración del jinete... los "amigos de a caballo", toda una multitud de caballistas que invadieron el ruedo para lucir las gracias de sus animales tuvieron unos minutos para hacerlo mientras en el cajón (lugar donde se coloca al toro para que el jinete lo monte) se preparaba todo para el jaripeo. Eran más de las 13:30 cuando por fin salió el primer toro.
Fueron escasos segundos los que el primer jinete aguantó arriba de los lomos del animal. Los demás (vimos solamente cinco toros) se quedaron casi todos los jinetes sobre sus respectivos bureles, en actuaciones que duraban cuando mucho un minuto. Al final cada toro era lazado, con muchos trabajos, por los caballistas que quedaban dentro del ruedo después de los amabilísimos y respetuosísimos ruegos de los locutores ("necesitamos despejar un poquito el ruedo", "si no es mucha molestia", "no me gusta hacer esto, pero les ruego que desalojen un poquito el ruedo") para que solamente cinco se quedaran ahí para hacer este trabajo, ruegos que no siempre eran atendidos y, cuando lo eran, era con una parsimonia desesperante. Una vez lazado, el toro era regresado a los corrales, el ruedo se volvía a congestionar de caballistas (llegué a contar 30 dentro del ruedo y 16 en el callejón) y el proceso comenzaba de nuevo.
De mi infancia y primera juventud recuerdo (las odiosas comparaciones) el bullicio, la alegría y las puyas con que se enfrentaban las porras de los gremios Pollos y Choferes: herederos de una rivalidad de generaciones, se cantaban porras burlescas, llevaban farolas con caricaturas donde ridiculizaban al gremio contrario, cantaban, bailaban, bebían. De eso, hoy no vi nada: las porras eran fácilmente localizables en el tendido porque sus integrantes portaban las consabidas banderas amarillas y moradas pero, aparte de eso, no tenían el mínimo indicio de actitud festiva. Ni siquiera ondeaban sus banderas para desquitar en algo los cartones de cerveza que les regala el patronato, en el caso de que esa costumbre aún exista. Tampoco hubo cánticos ni farolas ingeniosas, tal vez porque la rivalidad y los puyazos ya se trasladaron a la arena de las redes sociales, revueltas con insultos y calumnias. Signo de los tiempos, que también ya mencioné arriba.
El inclemente sol, los constantes golpes propinados por los que transitaban por el pasillo arriba de nosotros y el poco atractivo espectáculo (y quizás otros motivos que habitan en un lugar desconocido de nuestra mente) nos convencieron de salir de la plaza al terminar la monta del quinto toro.