viernes, 10 de abril de 2009

La ruta de los pitayeros


Siguiendo la orla montañosa del lado poniente y sin detenerse en los improvisados choceríos de los cortadores de caña trashumantes, importados de Guerrero o la Huasteca por el ingenio y conocidos aquí como chútaros, ni en las pequeñas granjas y establecimientos de paso que bordean la entrada de la carretera, y una vez traspuesta la colonia Ejidal que saltando el Coajinque se desprende hacia allá desde uno de los aledaños de la ciudad de Autlán, se arriba al viejo poblado de Chiquihuitán, en lo que atendiendo a la rosa de los vientos sería el oestenoroeste del valle.

Esta voz náhuatl parece referirse a "lugar donde se hacen chiquihuites", es decir, cestos trenzados de otate o de carrizo. Y resulta extraño que alguna vez haya florecido allí semejante artesanía, ya que el entorno se antoja demasiado escaso de humedad para que llegaran a prosperar en él plantas anfibias. Sin embargo, se dice que en épocas no demasiado lejanas existieron otatales de donde pudo proveerse esa industria al otro lado del cerro, en los hontanares que originaron los "lloraderos" y ojos de agua brotantes en la ladera y que dan vida a eventuales arroyos que escurren ya hacia el Coajinque, ya hacia el corral de los Toros, en la vertiente que cae y desagua en las planicies de El Guamúchil y La Resolana. Y si la materia prima para los chiquihuites no vino de allí, es posible que llegara desde los empantanados bajíos de El Atcíhuatl, que quedan más allá, rumbo a la costa, por el mismo camino de arriería que a Chiquihuitán le pasa cerca y que transitaron las recuas procedentes de Vallarta, El Tuito, Tomatlán y Chamela. Mismo por el que debieron llegar también los tercios de palmillas de los que se forjaban trenzas para confeccionar sombreros, así como el zacatón y los mangos de otate empleados en las escobas.

El hecho de que Chiquihuitán fuera tierra de artesanías nos habla de la pobreza de sus terrenos laborables, los cuales producen un poco de maíz y de frijol en los planos en declive que descienden a la vega de sus dos arroyos. Y también de una ascendencia pronunciadamente indígena, caso de excepción en una zona donde predomina la raza blanca y donde según los cronistas de los siglos coloniales existían más mulatos que indios.

El poblado, que es muy poco más que un jacalerío incrustado en la incisión que separa los montes de Cerro Colorado y El Agua Salada, tuvo dos corrientes fluviales, hoy casi permanentemente extintas por la desolación que dejó la inclemente tala en los bosques de la cordillera: el Coajinque y su tributario, el llamado arroyo de Chiquihuitán porque baja y afluye a él lamiendo las cercas de sus corrales. En la actualidad sólo resucita un recuerdo vago de lo que fueron estas corrientes el derrame pluvial que propicia el acoso de los ciclones veraniegos, los cuales vienen del litoral y en vano tratan de penetrar en el valle por el puerto de la Cumbre y de la Yerba. Pero esos escurrimientos son apenas una ilusión efímera, que se mantiene únicamente por unas horas y que sólo sirve para erosionar más aún sus inclinados terrenos.

Siguiendo el hábito indígena, el humilde caserío tiende a dispersarse pues se salpica en pequeñas estancias o tenencias que buscan el alivio de algún ribazo cultivable y marcan las etapas del viaje en el antiguo camino de arriería que daba acceso a Purificación y a las mencionadas poblaciones costeñas de más al norte; esas etapas se hacen llamar La Puerta del Cobro, La Casa de Piedra, Las Moras, Los Mezcales, La Cumbre, La Yerba y otras. En la primera existió, antes de que se pusiera en servicio la carretera pavimentada que iba a abrirse paso a través de cerros más bravíos, cierta especie de fielato donde se cobraba en arbitrario beneficio de la ciudad de Autlán, una mezquina alcabala a los arrieros que recorrían esa ruta.

La riqueza tangible de Chiquihuitán, si tal puede llamársele, es la ganadería que favorecen los terrenos de pastoreo y los vastos pastizales de las grandes sierras vecinas... Y tal vez la tala más o menos furtiva de lo poco que queda de los antiguos bosques cordilleranos. Y como ilusoria, la leyenda de los fabulosos tesoros enterrados que inquieta el sueño de numerosos vecinos de la comarca.

Aún hay otra de anárquica explotación, pero que lo singulariza: la recolección de pitayas silvestres en los órganos que salpican los faldeos y laderas del cerrerío. Y la cual da lugar durante los calurosos meses de la primavera, cuando viene la cosecha, a una procesión de recolectores, que acuden desde Autlán con sus chiquihuites pizcadores y un varejón de otate para apearlas y surtir en esta población un mercado temporal pero de insaciable demanda, de la tal fruta, que parece ser el deleite gastronómico por antonomasia en los paladares autlenses.


La afición a este dulce y granuloso bocado de color solferino o rojo escarlata es tan grande entre la gente de aquí como la de los pocos pájaros canoros que sobreviven en la comarca. Y todo autlense añora, cuando sale del terruño, la época anual de la cosecha, sirviendo ello con frecuencia de pretexto a esporádicas y dispendiosas visitas que lo traen a su lugar de origen desde ciudades tan lejanas como la de México, las de la Frontera Norte y aún las de los Estados Unidos de Norteamérica, a donde han de regresar penando todas las vicisitudes de la inmigración ilegal o furtiva. La frase evocadora "vamos a las pitayas" define en boca de estos visitantes el hecho eufórico de volver a sus lares de Autlán y les sirve en ello de estandarte y lema. Si alguna vez se forja para esta ciudad un escudo nobiliario, no cabe duda de que en él estará representada por un rampante cirial de esta especie vegetal sobre campo de gules. Antes de que la luz eléctrica llegara a la plaza, era un pintoresco espectáculo por las noches las grandes filas de expendedores de tal fruta que en las banquetas que circundan el Mercado Municipal colocaban sus chiquihuites y se alumbraban con pequeñas hogueras de ocote que llamaban "luminarias"; ahora sólo trabajan de día y recorren las calles pregonando su mercancía. El callejón que sale de la población rumbo a Chiquihuitán debió, en buena ley, llamarse "Callejón de los Pitayeros", por las procesiones de hombres, mujeres y niños que durante las primaveras lo transitan movidos por ese afán recolector.


Fértil como es la tierra del valle, los órganos se dan allí tan corpulentos que, con la dureza de su ordinario deleznable madera llegaron a hacerse trabajos de ebanistería. Y de hecho existen en la población algunos muebles labrados de ella.

Puesto que donde crecen los órganos y cardones suelen abundar esos rústicos familiares suyos de la estirpe de las cactáceas, los recios y sufridos inquilinos vegetales del semidesierto, es de creer que Chiquihuitán debió aportar en los años de la Colonia una considerable tributación de la tintórea grana, toda vez que ésta se cultivaba en una variedad, muy abundante allí, de los nopales o chumberas.



Autor: Ramón Rubín.
Texto publicado en el libro "El Valle de Autlán" en el año 1987 por el gobierno de Jalisco.

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