martes, 23 de julio de 2019

Bitácora de viaje 6: siguiendo los pasos a Ramiro Fortuna




Así comenzaba su dolorosa y larga ambulancia por los contornos del espacioso lago y las corrientes fluviales tributarias del mismo, armado de una fe capaz de sobrellevar sin flaquezas los más amargos inconvenientes y sin otro cayado de peregrino que su muda y desamparada fortaleza ante la adversidad y el cansancio, y esa paciencia casi cósmica, de raíces profundamente indígenas, frente a la cual la noción del tiempo se humilla y sobrecoge y la fatalidad se desploma, domeñada por una sobrehumana resistencia a las fatigas.

Ramón Rubín. La canoa perdida.


En su novela La canoa perdida, escrita en 1950, don Ramón Rubín ofrece una descripción minuciosa y crítica del lago de Chapala y la vida alrededor de él, deteniéndose en las características de cada grupo étnico, en sus identidades y formas de enfrentar las dificultades que la lucha por la sobrevivencia les plantea. Todo esto enmarcado en el relato de la odisea del infortunado Ramiro Fortuna en pos de su canoa y, con ella, de su propia vida.
El fin de semana entre el 20 y el 21 de julio  de 2019 un grupo de 12 autlenses, integrantes del taller de lectura de La canoa perdida que se llevó a cabo entre mayo y julio de este año en el Museo y Centro Regional de las Artes, visitamos la ribera norte del lago de Chapala para ver algunos de los puntos más relevantes de la aventura de Ramiro y, con esto, complementar la experiencia de la lectura.
El viaje en busca de los lugares que describe Ramón Rubín comenzó pocos minutos después de las 6:00 horas del sábado 20 de julio, cuando partimos desde la puerta principal de la Presidencia Municipal de Autlán con rumbo a Ocotlán, donde comenzó un recorrido por cuatro poblaciones ribereñas, que enseguida narro:

El Santuario de Ocotlán.


Ocotlán, la tierra del prodigio: ciudad que en otro tiempo tuvo una vocación naviera, trocada ahora por una de corte industrial (se autodefine como la capital del mueble), en la que Ramiro Fortuna comenzó su vida de propietario y la búsqueda de su canoa. Llegamos aquí alrededor de las 11:15 horas, luego de detenernos a desayunar en el merendero Los Tepalcates, en la delegación de Palo Alto, municipio de Tecolotlán. En la plaza principal de Ocotlán fuimos recibidos por personal de la dirección de Turismo de ese municipio y por don Javier de la Cruz, un apasionado difusor de la cultura y la historia de su municipio, quien nos ofreció un recorrido por algunos de los puntos más relevantes de la ciudad y por algunos de los sitios que Rubín menciona en la novela.

Don Javier de la Cruz en acción.

A un costado del Santuario del Señor de la Misericordia don Javier nos narró el episodio conocido como “el prodigio”, en el que se asegura que se apareció, en un lugar muy cercano al santuario y dentro de lo que parecía ser una nube de vapor, una imagen de Cristo crucificado que confortó a los ocotlenses luego de la casi completa destrucción del pueblo en el terremoto sufrido el 2 de octubre de 1847. El prodigio, que tuvo lugar el 3 de octubre, es recordado con un imponente monumento levantado en el sitio donde ocurrió, consistente en un obelisco rematado por un crucifijo, en cuya base se encuentra una placa descriptiva y una representaciones en relieve de las escenas de ese acontecimiento. Por cierto, la dirección de Turismo nos regaló, a cada integrante del grupo, una representación de este monumento en mdf.

El monumento del prodigio. En primer plano, un monumento a la industria mueblera.
Uno de los cuadros del prodigio.

Interior del Santuario.

Dentro del santuario vimos cinco cuadros al óleo, en gran formato, con escenas del prodigio: la destrucción, la aparición de la imagen y la exposición de los testigos ante las autoridades. Don Javier nos explicó que, al ingresar al santuario por la puerta lateral en la que nos encontrábamos y que queda frente al sitio del prodigio, ganaríamos indulgencias al llegar al altar privilegiado. En este templo la hermana de Ramiro Fortuna realizó el ritual, recomendado por una cartomanciana, para que se le secaran las manos al ladrón de su canoa.

La fachada de la capilla de la Purísima.

Del Santuario pasamos a la vecina capilla de la Purísima Concepción, distante unas pocas decenas de metros hacia el norte. El cronista nos narró la historia de este magnífico templo, cuya fábrica data de 1537, aunque el sitio donde se encuentra estuvo dedicado al culto desde 1530. Atrás de esta capilla estuvo el ocotal que le da nombre a la ciudad y que era un sitio sagrado para los indígenas tecos, habitantes de esta comarca. Al lado de la capilla funcionó el hospital, hoy transformado en cuartel, desde la que salían en el siglo XIX los moribundos que dejaba la epidemia de cólera para ser sepultados, algunos aún con vida.

El retablo de la capilla.

Esta capilla, según nos contó don Javier, está entre los templos más antiguos de Jalisco y entre los mejor conservados. Y yo le creo: todos sus elementos lucen en muy buen estado de conservación, aunque es notoria su venerable edad. Son varios los detalles admirables de esta capilla, pero entre ellos se destaca el magnífico retablo dorado, que cubre todo el fondo de la nave y en el que podemos ver, en un lugar principal, una imagen de la virgen que, según nuestro guía, tiene 70 años de antigüedad.
Salimos de la capilla casi a la 1 de la tarde, mientras se preparaba el altar para la misa que se diría a esa hora y que serviría para celebrar algunos bautizos. Salimos por la calle de Pino Suárez, que divide el espacio de ambos templos, y el cronista nos llamó la atención hacia un aparente defecto en las baldosas de la calle, que se repite en prácticamente todos los alrededores del santuario, formando líneas de baldosas oscuras entre las más claras del resto del suelo. Nos explicó que esas líneas marcan los lugares por donde pasaban los túneles que existieron en Ocotlán, similares a los que la leyenda (aún no confirmada) pretende que existieran en Autlán. Y, como estos últimos, los ocotlenses también sirvieron para que los habitantes de la ciudad se ocultaran, junto con sus objetos de valor, durante las constantes guerras intestinas que ha sufrido nuestro país. Esto es la llamada zona de túneles, uno de los cuales, según se nos explicó, llegaba hasta La Moreña. En la parte baja de la Casa de la Cultura, que se encuentra contigua al Santuario, existen aún algunos tramos de túnel, que próximamente se abrirán al público.

Vista del atrio del Santuario. En primer plano, la fuente danzante en el sitio donde estuvo la plaza original.

En el atrio del Santuario, un espacio muy amplio y libre de comerciantes ambulantes, está marcado en el suelo, también con baldosas oscuras en las que se instalaron los surtidores de una fuente danzante, el espacio que ocupaba la placita de Ocotlán en tiempos pasados. Era un espacio muy reducido, con apenas cuatro bancas e igual número de ingresos en sus esquinas, rodeado por completo por el mercado Hidalgo, que ocupaba la mayor parte del actual atrio.

Réplica a escala de una canoa de rancho.

Enseguida visitamos el Museo de Antropología e Historia de Ocotlán, que se encuentra camino al río Zula. Es un museo pequeño pero muy bien conservado y organizado. Contiene fotografías antiguas de Ocotlán, entre ellas algunas de ovnis, fósiles de plantas y animales, como camellos, venados o llamas. En su sala Otto Schöndube encontramos una pintura al óleo que muestra una escena de la época indígena, tal como pudieron haber encontrado este lugar los primeros españoles. Aquí hay piezas utilitarias de cerámica, como vasijas, y también figuras antropomorfas y zoomorfas, entre las que encontramos algunas extraídas del centro ceremonial, que se encuentran organizadas como se encontraron en ese sitio. Sin embargo, lo más notable para nosotros fue la réplica a escala de una canoa de rancho, con su vela desplegada, como las que describe Rubín en su novela. En esta sala don Javier de la Cruz nos narró la leyenda del joven de La Labor que asistió a su propio funeral…

Restos del antiguo embarcadero.

Salimos del museo para caminar unos cuantos metros y llegar al puente viejo sobre el río Zula, sitio desde el cual Ramiro Fortuna contempló su canoa el día de la parranda. En un pequeño parquecito lineal que se encuentra en la ribera derecha del río el cronista nos narró algunos pasajes de la historia del embarcadero de Ocotlán, que se encontraba justo en este lugar y cuyas escaleras que dan al el río y que ya nadie usa para embarcarse hacia el lago siguen en pie. Aquí nos habló del hundimiento del vapor Libertad, a pocos metros del embarcadero, que causó la muerte de muchos viajeros y también actos de heroísmo, como el del ocotlense Policarpo Preciado, quien rescató a cuatro náufragos antes de fallecer ahogado. También oímos la leyenda de Ricardito, el niño que cayó por accidente dentro del tercer pilar del puente viejo mientras era construido y quedó sepultado ahí. Su llanto infantil erizaba el cabello de los que acertaban a pasar por aquí durante las crecidas del río.
Apenas cruzando la calle sobre la que desemboca el puente viejo llegamos al sitio donde estuvo el astillero en el trabajaba el famoso Casquillo, personaje de La canoa perdida  que existió en realidad, con el nombre de Atanasio Gutiérrez. Aunque ahora el espacio está ocupado por una calle con su angosta banqueta, pudimos por lo menos imaginar el sitio en el que Ramiro terminó de detallar su canoa.
Antes de abandonar Ocotlán, despidiéndonos agradecidos de don Javier, acudimos a comer a la birriería Carlos Reyes, recomendada por nuestro guía como la mejor de Jalisco. Y puede que no esté equivocado…

El Cristo de los pescadores, en Chapala.

Chapala, la blanca reina del lago: aunque la referencia a Chapala en la novela es más bien marginal, en la que don Ramón Rubín se lamenta de su creciente vocación turística y ubica a Ramiro Fortuna siendo despreciado precisamente por un trío de turistas, no podíamos dejar de visitarla si estábamos en la ribera del lago que lleva su nombre. Aquí estuvimos la tarde del sábado 20 y cada uno hicimos lo que nos pareció mejor: hubo quien acudió al malecón a disfrutar la caída de la tarde, quien fue a tomar un café a la avenida Madero, quien fue a conocer los diversos sitios históricos chapalenses y hasta quien acudió a la inauguración de la exposición Viajeros en el tiempo, de la pintora Anna Rosa Pelayo, en el centro cultural Antigua Presidencia.

El atrio del templo de Santa Cruz de la Soledad.

Santa Cruz de la Soledad, cuna de insurgentes: gracias a la generosidad de una familia autlense, pasamos la noche en Santa Cruz de la Soledad, una pequeña población muy cercana a Chapala. Aunque solo estuvimos ahí unas horas, pudimos conocer mejor que en ningún otro lugar el espíritu de la gente rural de la ribera, en especial de los pescadores, a uno de los cuales encontramos fileteando el producto de la jornada de la mañana del domingo y quien nos contó, con amable parquedad, algunas de las peripecias de su oficio. También nos confirmó, de primera mano, que ya no es posible extraer del lago el famoso pescado blanco, que fue presa de la depredadora tilapia que ahora se encontraba preparando para vender en filetes.

La pesca de la mañana.


De Santa Cruz nos llevamos un grato recuerdo de su bonita plaza, del pequeño templo que conserva su cruz atrial de piedra y de su ambiente lacustre, lo más cercano a lo que describe Rubín en La canoa…

Mezcala vista desde el lago.

Mezcala, la indomable: el último punto de este recorrido en busca de los pasos de Ramiro Fortuna fue el pueblo y la isla de Mezcala, lugar este último donde el protagonista de la novela rubinesca por fin encontró lo que con tanto ahínco buscaba. Llegamos ahí ya a media mañana, luego de un camino de menos de media hora por una carretera cruzada en varios lugares por pequeñas corrientes de agua que escurrían hacia el lago, producto de la lluvia nocturna. Luego de desayunar en un restaurancito en el pequeño malecón (ahí probé el famoso caldo michi) abordamos la lancha del señor Juan Sánchez, quien nos llevó a la isla también llamada del Presidio. Para esto ya teníamos al jovencísimo cuanto enterado guía Emmanuel Santiago, de 14 años.

Imaginemos por aquí a la cuadrilla de pescadores de don Otón.

Luego de un trayecto de alrededor de diez minutos llegamos al atracadero de la isla, situado en su cara noroeste, justo donde Rubín coloca al campamento de pescadores liderados por don Otón. De ahí seguimos, bajo la guía de Emmanuel, el camino empedrado que lleva a las ruinas de la capilla, que según Rubín estuvo siempre inconclusa, y del imponente presidio, lugar donde Ramiro citó a Amanda para decidir su destino. Emmanuel nos narraba, en cada sitio del camino donde hacíamos alto, la historia, con marcados visos de leyenda, dela isla y de sus ruinas, así como episodios del siempre presente periodo de la guerra de Independencia.

Vista del imponente presidio.
Es el presidio un sitio aún lúgubre, a pesar de la notoria inversión que se le ha hecho para conservarlo; no es difícil imaginar la angustia de quienes tuvieron la desgracia de purgar condenas entre las gruesas y altísimas paredes de sus celdas. Desde él puede verse la isla chica de Mezcala, el cercano islote entre cuyos tulares halló Ramiro a la otra Amanda. Es posible, entonces, desde el presidio, imaginar el recorrido que estos dos personajes de la novela hicieron en la isla. Con esto cumplimos el objetivo de visitar, por lo menos, los lugares donde comienza y termina la odisea de Ramiro Fortuna.


Luego de una hora estricta de estancia en la isla regresamos al pueblo de Mezcala para visitar el museo comunitario Mexcallan, ahora bajo la guía de Daniel Santiago, su encargado. Es un museo pequeño, de una sola sala, en la que se guardan vestigios de la guerra de Independencia, como proyectiles, armas y piezas de uniformes; herramientas de la época en que Mezcala fue productor de mezcal; piezas arqueológicas de lugar; trajes e instrumentos musicales de las fiestas religiosas de la Santa Cruz, entre las que se encuentra una chirimía (música tradicional que el pueblo de Mezcala ha perdido, puesto que ya no hay nadie en el pueblo que la sepa tocar, como estuvo a punto de ocurrir en Autlán); y un nicho con objetos de la famosa revolucionaria Adelita, nacida en Mezcala según un documento que ahí se exhibe.
Son la isla y el pueblo de Mezcala dos sitios interesantísimos, habitados todavía por los indígenas descendientes de los invictos insurgentes del lago de Chapala, que tienen como timbre de orgullo su historia guerrera y su autosuficiencia con respecto a lo que viene de fuera, a pesar de la creciente actividad turística. Con quienes pudimos platicar en el pueblo coincidieron en recordar la guerra de Independencia como uno de los momentos más importantes en la historia del pueblo y también en presentar a la isla como un baluarte contra la intromisión externa, lo que concuerda bien con la descripción del carácter de estos pueblos que hace Ramón Rubín. Nuestro guía por la isla nos contó cómo, a pesar de que “Poncitlán” ha tratado de comprar la isla para instalar ahí restaurantes y hoteles, los mezcalenses no lo han permitido.
Como dije arriba, es notoria la inversión que se ha realizado para conservar las ruinas, de gran valor histórico. Sin embargo, esa inversión está en riesgo de perderse por el abandono en que se encuentra: las lluvias de esta época hacen evidente la falta de mantenimiento preventivo que han recibido lo que, sumado a la nula vigilancia y a la acción del turismo vandálico, que ya tiene forrados de grafitti algunos muros de los más accesibles, puede ocasionar que las ruinas se deterioren más rápido de lo que deseamos.
Hay, además, una poco deseable pátina de artificialidad en la forma en que los prestadores de servicios tratan al visitante, cuya atención se disputan encarnizadamente, como lo hacen los de cualquier sitio turístico, con lo que niegan en los hechos su recelo hacia lo fuereño. Esto no lo alcanzó a ver Rubín en Mezcala, pero sí en sitios como Chapala y Ajijic.

2 comentarios:

  1. Una felicitación y reconocimiento a la labor que desempeña el amigo Guillermo en esta página, para engrandecer su trabajo como cronista y darle realce a la cultura de su pueblo y de su gente. En horabuena

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