miércoles, 27 de mayo de 2015

Héctor Aristizabal Giraldo, el aguacatero con un son


Por Andrea Guadalupe Murillo Gutiérrez.
24 de marzo de 2015

No me despierto con cualquier alarma, pero sí con el potente grito de don Héctor; el pitido más agudo y chistoso que he escuchado. Grita: aguacate, y para ello toma fuerza y mucho aire. Inicia con la letra ‘a’, hace un descenso en las dos sílabas posteriores: ‘gua’ y ‘a’, y finaliza elevando la ‘te’ hasta estrellarla con su garganta y el sonido de la ‘e’. Cuando lo escucho pienso dos cosas, primera: no me quiero levantar, y segunda: recuerdo que estoy en un país de Sudamérica, Colombia; en uno de sus departamentos donde son famosos los arrieros, aquellos que transportaban café, carbón y legumbres montados en sus mulas, Antioquia; en la capital de este departamento, donde vives con la primavera impregnada a la piel, Medellín, entonces me levanto.
Al grito lo nombré el ‘son del aguacate’. Aproximadamente son doce sones los que el señor Héctor Aristizábal Giraldo pregona en el tramo de una cuadra. Créanme, no se necesita escuchar los doce para abrir los ojos, con uno sólo lo puedes hacer y ese mismo supera las alarmas del celular.
Laureles es el barrio que recorre todos los días, de 9:00 de la mañana a 2:00 de la tarde con una carreta de color verde. Vende piña Oro Miel y Conga; papaya Maradol; banano Pecoso y Hartón; mango Tommy, Filipino, Gallo Monja, Corazón Mango Corazón, este último nombrado así por su silueta novelesca. Y  aguacate: Hass, Morado, Papelillo, Reed y Collinred.
A causa de un sobrado de caneca, es decir las sobras de basura, casi muere de envenenamiento cuando era niño. Don Héctor dice: “Yo creo que por ser mono todos en mi familia me repudiaban”. Ser mono en Colombia es ser güero en México. Desde chico quedó huérfano y su tono de piel no le agradó al resto de sus hermanos, fue por ello que desde los ocho años decidió salir de su casa y vivir en las calles de Medellín; dormir en las banquetas al lado de personas ahogadas en los vicios del alcohol y la drogadicción, en las calles aprendió a vivir.
No le gusta comer aguacate y todo a causa de haber ingerido unas amargas tajadas hace años. Don Héctor menciona que la legumbre, como lo son la papa y la yuca, y por otra parte el aguacate, es lo más vendido en Colombia. En Medellín la mayoría de comidas llevan aguacate, tales como la bandeja paisa, el platillo emblemático de la región; sancocho, caldo tradicional de toda Colombia y hasta en las arepas cuando les untan guacamole. “Pero a mí no me gusta vender legumbre, es muy delicada, más delicada que el aguacate”, menciona.  


Tenía varias carretas, cinco, un negocio grande, cada una de un color distinto y con productos diferentes para vender: naranja, mango, piña, mandarina y utensilios para la cocina. A la par, trabajaba en una empresa pública de electricidad de Medellín, y siempre, a cualquier hora tenía que presentarse en la planta de Río Negro, a hora y media de la ciudad. Esto no le pareció a su mujer, quien lo abandonó, tomó a sus cinco hijos y se fue de la casa. Don Héctor tomó las botellas de aguardiente y cerveza para apaciguar el desamor y la soledad. Duró un rato tratando de bajar las penas. Vivía en un hotel con un pantalón roto hasta las rodillas cubierto de una capa negra, una camisa blanca que poco a poco sucumbió a la oscuridad y unas trusas a punto del quiebre total.
Don Héctor frecuentaba un barrio donde había una larga lista de cantinas. Ya cansado, un día le pidió a Dios una mujer, una persona que lo sacara adelante: “Señor si me da una mujer, yo dejo el alcohol”. A los pocos días fue a un bar donde lo atendió una mujer y la conversación que sostuvieron sonó así:

-¿Qué va a tomar?
-A usted para mi mujer
-Listo
-¿Es enserio?
-Si, pero deme plata
-Plata, ¿para qué?
-Para vestirlo y cambiarle ese aspecto que tiene.

La señora desde hace tiempo lo quería pero no sabía como decírselo. A ella la pretendía el titular de una empresa de aceros, llamada Incamental, mas decidió quedarse al lado de don Héctor. “Yo dejé el licor y ella lo tomó por mi. Cuando bebía se ponía violenta. Me cansé y tuve que dejarla. Me he enterado que ya dejó ese vicio”.
Don Héctor continuó con la venta de fruta afuera del estadio Atanasio Girardot: “Yo picaba mango y fue allí cuando conocí a mi actual esposa. Me preguntó la hora y yo se la di. Estoy agradecido con Dios por tenerla y haberme dado cuatro hijos”.  Cuenta que charlaron por un largo rato, y él la invitó a almorzar, ella asistió con la cabeza y se fue. Ocho días después don Héctor bajaba con su carreta de fruta y una mujer lo detuvo diciéndole:
-¿Ya no me recuerda?
pero de inmediato le respondió: -¡Eh! ¿Cómo estás?
-Me debía un almuerzo, ¿no?

El ‘son al aguacate’, como denominé el grito de don Héctor, es la forma más atractiva de vender su producto, menciona que en Colombia, todo aquel que tenga una bocina para pregonar su mercancía se la quitan y le ponen una multa. Es por eso que los vendedores deben de buscar el grito adecuado, con el tono acertado y la chispa correcta para atraer al cliente y comercializar sus productos. “En alguna ocasión un vecino se quejó de mis gritos. ¡Hey, aguacatero, para tu bulla!, me dijo y me insultó, según él me quería meter una demanda pero no pudo. Tengo permiso para vender en la calle y anunciar lo que vendo”. 
Los vendedores le gritan al plátano, al mango o a la piña, pero don Héctor sólo le grita al aguacate; es la señal con la que sus clientes identifican que es él, y además, que ya está cerca de sus casas. En la venta ha ganado y perdido amistades, al comprarle un plátano optan por comenzar un diálogo, o al no pagarle deciden ya no volver a hablar con el señor del aguacate. “Debo estar expuesto a recibir la experiencia que cada ‘culicagado’ me regale, así como la propia mostrarla a los demás”.

-Quibo, precioso
-¿Cómo estás?
-Bien, ¿y tú?
-Te vas a gastar una entrevista con la chica
-Si, pues…

Tiene una buena clientela, y los sábados son los días en que tiene una venta a causa de que sus clientes están en casa y escuchan pasar al señor del aguacate. Don Héctor pone un puesto los domingos en la ciclovía; lo atiende su esposa y allí venden fruta picada: piña, mango y papaya; también gatorade, gaseosa y agua helada para todo aquel que pase con antojo y sed.
El son del aguacate lo escucho todos los días; no lo bailo porque no es bailable pero me gusta escucharlo. A diferencia de los demás sones, éste es interpretado por una sola persona con cuerdas vocales y percusión de venta;  es la tonada que anuncia, que versa el ímpetu de darle pa’ lante a la vida, y que mezcla composiciones para seguir firme ante los contratiempos que le atañen.
Este son me recuerda a México. También me recuerda al árbol de aguacate que hay en mi casa, en Autlán, lo dejé triste y pelón a causa de una plaga encimosa, muy brava y blanca. Espero regresar y verlo verde, lleno de frutos para de nuevo, temerle a los mentados ‘aguacatazos’, esos que según mi tía ‘Coco' hacían doler los ojos por dentro.  A mí nunca me cayó uno pero por si las dudas, en los meses de junio y julio siempre caminaba de prisa cuando  atravesaba el patio. Por ahora escucho, despierto y como del aguacate colombiano, de ese que don Héctor vende y anuncia por Laureles.



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