En Autlán, donde nunca se celebró a su patrona celestial, la Virgen del Rosario, con la devoción con que lo hacían con las suyas otros pueblos, se tenía y se tiene una notoria fiesta profana que coincide con el Carnaval y toma pretexto en él. Dura diez largos días, aunque no tuviera antes ni tenga ahora los rasgos distintivos que le son comunes en otras localidades. No hay mascaritas en las calles como en Veracruz, Mazatlán y Mérida; la selección de reina de los festejos es comparativamente tibia no obstante las muchas jóvenes hermosas de la población; no se organizan juegos florales; y el desfile de carrozas adornadas no encubre del todo una competencia mercantilizada por obtener el premio en efectivo que se ofrece a la mejor. El empeño mayor se proyectaba y proyecta al lucimiento de las corridas de toros. Lo demás ha ido paulatinamente deviniendo en borracheras en las cantinas y en bailes que van perdiendo su resonancia y brillantez, amén de en la invasión de conjuntos musicales que vagan por las calles mendigando una bien pagada audición.
Todavía hasta la primera mitad del siglo estos carnavales mostraban un carácter peculiar, sin el desenfrenado mercantilismo que hoy los permea, y eran alegremente compartidos por toda la población. Los grupos o gremios que los organizaban costeaban, uno cada día, los gastos de las celebraciones. Y eran entre ellos los más entusiastas: el gremio de los "Triperos", como se conocía a los matarifes del rastro municipal; el de los panaderos; el de las "Torcedoras", mujeres que liaban los cigarrillos en las dos fábricas de ellos, "El Vesubio" y "La Fama", que trabajaban en la ciudad; el de los comerciantes; el de los pollos; el de las señoras y señoritas; etc. Cada uno de ellos tenía su "farola" o estandarte, constituido por un cubo formado por varillas y forrado de papel, que en lo alto de un palo precedía a todos los eventos festivos, y entre el "toro de once" y la corrida formal de la tarde hacía desfilar por las calles una carreta tirada por un buey, en la que entre profusos adornos alusivos al gremio respectivo (de tripas y vejigas infladas si correspondía a los "triperos"; de hojas y gigantescos cigarros de tabaco si dependía de las "torcedoras"; de ramascos y flores si lo costeaban las señoras y señoritas; de paños lujosos y coloridos si se debía a los comerciantes...) iba una pipa o tonel de quinientos litros de ponche de granada o piña con alcohol. Y a horcajadas en éste iba el encargado de repartir los pocillos de barro que en largas ristras pendían de las estacas de la carreta y de abrir la espita para saciarlos del bebistrajo gratuitamente cuantas veces lo solicitara el transeúnte. La tal carreta-pipa llevaba al frente un adorno formado por una cabeza disecada y un abanico de banderillas de colores sirviéndole de aura, y al buey que tiraba de ella se le ponían collares de naranjas y se le encajaban dos de estas frutas en las puntas de sus cuernos para mayor lucimiento. En alguna ocasión, como se notara que los quinientos litros de bebida resultaban insuficientes a la demanda popular, llegaron a limpiarse y lavarse las pilas de las plazuelas para llenarse de ponche y que cada quien tomase de allí lo que le dictase su apetencia.
Por supuesto que este desfile de "La Farola" era motivo de apocalípticas borracheras que a su paso las calles de la población quedaban sembradas de beodos a los que derrumbaba la inconsciencia. Los que conseguían mantenerse en pie, iban a la corrida de toros y después de ella a las "tapadas" de gallos en el Teatro Orozco, si es que no estaban destinados a participar en el baile que esa noche organizaba y ofrecía el mismo gremio. Este pagaba la música y el licor, que también allí se repartía gratuitamente. Sólo el día de las señoras y señoritas este baile asumía un carácter remilgado, de "soiré", que por lo engolado picaba un poco en lo ridículo. Era de escrupulosa invitación y de rigurosa etiqueta, y para controlarlo había un ujier o bastonero de librea que a las puertas anunciaba a los recién llegados y se encargaba de transmitir a la orquesta las solicitudes de las piezas preferidas por la concurrencia. Se nombraban asimismo comisiones de orden, de acomodadores, de recepción, de guarda de objetos, pues había una pieza dedicada a guardarropía donde los concurrentes se desembarazaban de todo lo supérfluo; cartera, joyas, bastones, sombreros de bombín y, cuando hacía demasiado calor, hasta del chaqué, el tuxedo o la levita. Por supuesto que no faltaban tampoco las comisiones de obsequio y de cantina, todo gratis y a costa de los organizadores, lo mismo que la entrada a la corrida y al "toro de once" para quienes se resignaban a presenciarlos de pie, pues por los palcos con sillas sí se cobraba.
A la improvisada plaza de toros empezaron a llegar toreros de algún renombre hasta avanzado el siglol anterior. Antes eran grupos de aficionados locales los que lidiaban y sacaban los revolcones. Allí torearon Langladas, Pepete y otras arcaicas figuras de la fiesta y ella culminó ya avanzado este siglo con la contratación de Alberto Balderas y Chucho Solórzano, a los que se hizo gran recibimiento y se hospedó con todos los honores en el hogar de un prominente físico-farmacéutico, aunque a una pirujilla que Solórzano traía de acompañante hubo que acomodarla en un hotel por respeto al decoro. Los toros a lidiar los regalaba en cada ocasión una distinta hacienda ganadera del rumbo: Ahuacapán, la Piñuela, el Atcíhuatl... Y se les hacía un engolado recibimiento, saliendo con toda pompa a su encuentro y seguidos por la banda de música, el tamboril y el pitero, la reina de las fiestas y se comitiva de chambelanes y damas de honor que condecoraban al ganadero obsequiante con una faja de seda y a los caporales y vaqueros con listones distintivos. La arrea traía a cada toro atado de un cuerno al cabestro respectivo, y a estos cabestros se los utilizaba para sacar arrastrando de la plaza a los bureles muertos, supliendo en esa función a las clásicas mulillas. Tras la corrida, el caporal solía hacer una demostración de su habilidad en el manejo de los cabestros. Arrojaba en el redondel su sombrero al suelo, se acostaba junto a él y llamando con un silbido a los animales, se fingía dormido mientras los mansos bueyes acudían e iban formando en torno a él un cerco protector. Luego brincaba sobre ellos jineteándolos con gran pericia.
De todas estas celebraciones profanas que han dejado de ser populares al volverse de muy elevado costo, no quedan, en la moderna plaza de toros, más que el "toro de once" y las corridas serias.
Autor: Ramón Rubín
Tomado del libro "El Valle de Autlán", publicado en 1987 por el gobierno del Estado.
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